Pronto hará veinte años que —en circunstancias que no viene a cuento recordar aquí— abandoné el ejercicio regular del reseñismo. Coincidió con un momento de aceleradas y profundas transformaciones en el ámbito del periodismo, impulsadas por el impacto creciente de la revolución digital y el desarrollo galopante de las redes sociales. No tardé en considerar que el modelo de crítica que yo mismo había suscrito estaba agotando su recorrido, y desde ese momento he permanecido atento a la emergencia de nuevos formatos críticos capaces de adaptarse a las nuevas condiciones en que —si se propone perseverar en su función a la vez orientadora y sancionadora— la crítica debe abrirse camino. Me refiero a formatos susceptibles de refundar tanto el concepto de autoridad que la crítica pone en juego como las estrategias retóricas de las que se sirve para hacerla valer.
A este respecto, pienso que cabe todo, y que está todo, o casi todo, por hacer. Con Gonzalo Torné he pasado más de un buen rato discurriendo, medio en broma medio en serio, formatos críticos más o menos plausibles, más o menos delirantes, que se escabulleran del molde convencional de la reseña de folio y medio.
Desde esta misma columna, y dándole vueltas a esta misma cuestión, he recordado otras veces algunas iniciativas afortunadas (como, sin ir más lejos, también en el marco de esta revista, la de Rafael Reig y su sección “En primera instancia”, hace ya sus buenos años). Y entretanto la industria de los pódcast y de los canales de YouTube ha dado lugar a un montón de fórmulas ingeniosas.
Nada de lo que he visto u oído, sin embargo, remplaza de momento el papel que todavía sigue desempeñando el reseñismo convencional. Y conste que no me meto ahora en si esos formatos alcanzan una mayor o menor influencia, traducible en impacto sobre las ventas. Pienso más bien en su capacidad de contribuir a una visión de conjunto, más o menos integradora y compartida, del sistema literario.
Los nuevos formatos críticos con cierta popularidad obvian toda autoridad, amparándose en un subjetivismo radical o echando mano del humor
Intuyo que el núcleo del problema lo constituye la cuestión de la autoridad, que cuesta mucho resolver de un plumazo y que manifiesta ser muy recalcitrante. Intuyo asimismo que esta cuestión de la autoridad permanece ligada a la de la visibilidad y representatividad más o menos institucionalizada del medio en que se aloja (razón por la que las iniciativas particulares, por bien fundadas que estén, no terminan de emitir la autoridad suficiente).
Por lo demás, la mayor parte de los nuevos formatos críticos que gozan de cierto gancho o popularidad tienden más bien a obviar toda autoridad, ya sea amparándose en un subjetivismo radical, ya sea, más comúnmente, echando mano del humor. Pero el humor puede tener efectos disolventes, que rebajan los alcances de la crítica, mucho más eficaz cuando se sirve del humor como ingrediente que cuando ella misma constituye un ingrediente del humor.
Se me ocurre hacer estas consideraciones a la vista de un libro recién publicado por La Uña Rota: La crítica literaria de los noventa, de Miguel Alcázar. El libro tiene su origen en la cuenta de Twitter (X) así titulada, donde su autor ha venido colgando lo que se daba como extractos de reseñas de libros publicados en España en la década de los noventa.
Muy pronto salta a la vista el carácter paródico de tales extractos, atribuidos a firmas y medios inventados. El resultado es una cadena de chistes gruesos que en su recurrencia se vuelven pronto aburridos y malogran una idea llena de posibilidades, que hubiera podido servir tanto para revisitar y reevaluar la literatura de aquella década como para poner en evidencia la mayor o menor obsolescencia de los discursos críticos con que fue apreciada.
Seguiremos esperando.