Todavía goza de cierto predicamento la idea de que la maldad es un designio de la inteligencia. Todavía el Mal, así, con mayúsculas, emana cierto prestigio romántico, y la imaginación de muchos se representa a sus agentes con los aires refinados y sibilinos de Mefistófeles, cuando no con las maneras seductoras y desafiantes de Don Juan.
Todavía hay quienes piensan que la moral es cosa del corazón, y que el mal es una criatura de la inteligencia.
Menudo despiste.
Pues, lejos de eso, “la inteligencia es una categoría moral”, como bien dijo Adorno. De lo que se desprende que el malvado es, en definitiva, un imbécil, un cretino, un tonto.
La rebelión romántica hizo de Lucifer un mito y un héroe. El programático inmoralismo de los cultivadores del arte por el arte, ya desde los tiempos de Byron y de Baudelaire, imprimió al arte moderno un sesgo voluntariosamente demoníaco.
Cuántas veces no se habrá citado, fuera de su contexto, y por lo tanto malentendiéndola, la frase famosa de Gide: “Con buenos sentimientos se hace mala literatura”.
¿Y con malos sentimientos?
¿Cómo podría escribir bien quien siente mal?
Gide: “Los buenos sentimientos son, las tres cuartas partes de las veces, sentimientos de confección. El verdadero artista, conscientemente, sólo viste a la medida”.
Gide, de nuevo: “Algunos seres pasan por la vida sin experimentar jamás un sentimiento verdaderamente auténtico; ni siquiera saben lo que es una cosa así. Se imaginan amar, odiar, padecer, y hasta su propia muerte es un plagio”.
A la luz de estas palabras se entiende mejor lo que quería decir con eso de los buenos sentimientos y la mala literatura.
La única razón del arte, de la literatura, de la ficción, consiste en fundar la esperanza de que otro mundo es posible, y contribuir a imaginarlo
Puede que el arte de la ficción sea el escenario en que mejor cabe apreciar esta falsa y necia dicotomía entre arte y bondad (todavía más necia —y ya es decir— que la que se establece entre el arte y la vida). Y puede que, entre quienes mejor la han impugnado, se cuente Joseph Conrad, ese gran urdidor de conflictos y pasiones morales.
Lo hizo en un hermoso texto del año 1905 titulado “Libros”. Comienza allí por afirmar que “la libertad de imaginar debiera ser la posesión más preciada del novelista”. Palabras que él mismo matiza a continuación añadiendo: “No debe suponerse que reivindico para el artista la libertad del nihilismo moral. Esperaría de él, más bien, numerosos actos de fe, el primero de los cuales sería el alimentar y mimar una esperanza eterna; y esperanza, incontestablemente, implica toda la piedad del esfuerzo y de la renuncia [...] Lo que uno siente tan irremediablemente estéril en el pesimismo declarado es tan sólo su arrogancia. Parece que el descubrimiento hecho por muchos hombres en diferentes momentos de la historia de que es mucha la maldad existente en el mundo fuera fuente de orgullo y de inconfesable alegría para no pocos de los autores modernos. Esta disposición de la mente no es la más apropiada para abordar seriamente el arte de la ficción [...] Ser esperanzado en un sentido artístico no implica necesariamente creer en la bondad del mundo. Basta con creer que no es imposible que sea así”.
No faltarán quienes hagan de estas palabras una lectura ramplona, ni a quienes provoquen una sonrisa condescendiente.
Pero tiendo a pensar que —más que nunca en estos tiempos oscuros— la única razón del arte, de la literatura, de la ficción, consiste, efectivamente, en eso mismo: en fundar la esperanza de que otro mundo es posible, y contribuir a imaginarlo.
Como dice Conrad en lo que bien cumple las veces de un mensaje navideño:
“Que madure la fuerza de la imaginación entre las demás cosas de la Tierra”.
Feliz Navidad.