Adorno después de Auschwitz
El filósofo de la Escuela de Fráncfort impulsa valores como la solidaridad, la imaginación, la libertad y la creatividad para acabar con la explotación del hombre
Después de las grandes hecatombes del siglo XX (la Shoah, el Gulag, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, la intervención americana en Vietnam, el genocidio de Ruanda o las guerras balcánicas), produce sonrojo evocar ciertas ideas filosóficas, como el optimismo ilustrado, la astucia hegeliana de la razón o la utopía marxista de una humanidad definitivamente emancipada. Si observamos el mundo, no advertimos un progreso indefinido hacia lo mejor, sino una fatal recurrencia del horror. La filosofía que silencia este fracaso se convierte en cómplice de las injusticias, falsificando la realidad.
El mal no es un problema antropológico u ontológico, sino cultural. No brota del instinto, sino de una tradición fallida. Theodor W. Adorno escribió que la metafísica no podía seguir sosteniendo la supuesta excelencia de la civilización occidental, ni la ficción de un progreso indefinido hacia lo mejor. Nos lo impiden los cadáveres carbonizados de Hiroshima, las cenizas de los hornos crematorios de Dachau, los restos de las víctimas de las fosas de Katyn o los cuerpos tiroteados de la aldea vietnamita de My Lai.
Adorno pertenecía a la Escuela de Fráncfort, según la cual urge una “teoría crítica” de la sociedad industrial que acabe con la explotación del hombre por el hombre. Solo será posible impulsando valores como la solidaridad, la imaginación, la libertad y la creatividad. La Escuela de Fráncfort encarna la idea de una filosofía al servicio de ser humano. Su objetivo es denunciar y disolver las estructuras opresivas que propagan la infelicidad y la desigualdad. Su trabajo interpretativo prolonga el espíritu del Siglo de las Luces y la crítica de Marx al capitalismo, pero sin incurrir en el optimismo científico o el materialismo histórico y dialéctico.
En 1944, Theodor W. Adorno publica con Max Horkheimer Dialéctica de la Ilustración, un análisis de la sociedad tecnológica moderna. Movida por el afán de dominio, la razón tecnológica o instrumental ha propagado el infortunio por toda la faz de la tierra. Su única preocupación es producir bienes y servicios, sin pensar en los fines. Las consideraciones éticas son ignoradas. Solo importan el poder, la productividad, el control de los recursos. El individuo se ha vuelto irrelevante. La sociedad ha devenido masa acrítica y amorfa. Un totalitarismo difuso impera sobre las conciencias, aboliendo las diferencias.
No es un fenómeno que afecte tan solo a los países capitalistas. En los países socialistas sucede lo mismo. Dialéctica de la Ilustración —o, si se prefiere, Dialéctica del iluminismo— es un título engañoso, pues Adorno y Horkheimer no limitan su crítica a la filosofía de las Luces, sino al conjunto de la civilización occidental. Odiseo es el primer mito de una tradición que pretende reinar sobre la naturaleza, explotando las posibilidades de la técnica. Frente al belicismo de los héroes de la Ilíada, Odiseo es un burgués que sortea los problemas mediante el ingenio. No es un héroe trágico, sino un hombre práctico. No le interesa comprender, sino obtener resultados, culminar retos.
Esta mentalidad ha llegado hasta nuestros días. Parece inofensiva, pero lo cierto es que ha cosificado al ser humano, convirtiéndolo en un medio para algo y no un fin en sí mismo. La técnica ya no es un mero recurso, sino ideología y metafísica. El cogito cartesiano, uno de los hitos de razón instrumental, ha subordinado la existencia al pensamiento. Las ideas claras y distintas preceden al ser, definiendo la verdad como evidencia o certeza. La imaginación solo es fantasía, error. Únicamente existe lo mensurable, lo que puede tocarse, medirse, explotarse, y el ser humano no se escapa de ese planteamiento.
El totalitarismo político nace de esa perspectiva, que reduce al hombre a materia fungible. Todo lo que no es productivo, todo lo que no incrementa el dominio sobre la naturaleza y produce beneficios, constituye un lastre y su eliminación es un imperativo ético. ¿Cómo invertir esta tendencia? ¿Cómo establecer unos fines más humanos?
Si observamos el mundo, no advertimos un progreso indefinido hacia lo mejor, sino una fatal recurrencia del horror
En 1966, Adorno publica Dialéctica negativa, que pretende explorar el potencial crítico de la dialéctica. Frente a la dialéctica sistemática o positiva, la dialéctica crítica o negativa no busca encajar la totalidad de lo real en un esquema explicativo. La realidad desborda el pensamiento y no puede subsumirse bajo una constelación de categorías. La filosofía no puede captar la esencia oculta de la realidad, pues el fondo del ser es inaccesible. Su resistencia a reconocer esa limitación ha transformado la dialéctica en ideología, es decir, en dogma. Se insiste en la identidad entre ser y pensamiento para demostrar que la realidad no es azar y gratuidad, sino algo provisto de sentido.
Pese a que Hegel afirmara lo contrario, la realidad no es racional y lo racional no es real. La realidad es irreductible al pensamiento y no constituye una totalidad armónica. La dialéctica negativa no cree en la posibilidad de una síntesis que concilie los antagonismos, sino en la necesidad de preservar la diferencia. Lo negativo, lo anómalo, lo que no puede integrarse en un sistema filosófico, representa el motor de un pensamiento crítico. Es el punto donde se rompen las totalidades ficticias elaboradas por la tradición filosófica.
La única preocupación de la sociedad tecnológica es producir bienes y servicios, mientras que las consideraciones éticas son ignoradas
La dialéctica positiva es complaciente consigo misma. Piensa que describe objetivamente el ser. La dialéctica negativa es autocrítica. Sabe que no puede abarcar lo real y que el mundo no es racional. Siempre se cuestionará, permaneciendo abierta a lo excepcional o marginal. Las utopías son un fruto de la dialéctica positiva. Intentan ajustar la realidad a una idea. Es un planteamiento erróneo y peligroso. El porvenir debe quedar indeterminado. Cuando no lo está, el hombre acaba alienado y cosificado. Es lo que sucedió en la Alemania nazi o en la Unión Soviética, que reprimieron todo lo que se desviaba de su discurso cerrado e inalterable.
Adorno adquirió esa fama paradójica que se obtiene con la propagación de una frase lapidaria, pero cuyo verdadero significado apenas se conoce. Cuando afirmó que “después de Auschwitz, la poesía ya no era posible”, no pretendía liquidar un género literario o calificarlo de banal e innecesario, sino llamar la atención sobre la necesidad de un arte que se hiciera eco del horror acontecido. Al final de la Dialéctica negativa, Adorno escribió: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”.
Adorno no pedía a los poetas que enmudecieran, sino que desecharan definitivamente el triunfalismo. La vida no posee un significado oculto; la historia del ser humano no es una historia de progreso; no es posible hallar una redención o un sentido a tragedias como la Shoah. El intelectual que celebra el mundo es un charlatán que se mofa de las víctimas. Si el terremoto de Lisboa alejó a Voltaire de la teodicea de Leibniz, según la cual vivimos en el mejor de los mundos posibles, Auschwitz debería disipar definitivamente cualquier ilusión de vivir en un mundo donde el bien sobrepasa al mal.
En los campos de exterminio, se intentó liquidar al individuo, convertir al hombre en mero ejemplar de una especie o clase. No fue una aberración temporal, sino una consecuencia lógica del devenir de nuestra cultura. El totalitarismo, que legisla sobre la vida y la muerte, el cuerpo y la mente, es el último vástago de la razón instrumental. En los campos de concentración, no se destruía a individuos. Se desechaban unidades sobrantes. El nihilismo absoluto ya es un hecho y no sorprende a nadie. Ante él, no cabe la indiferencia. Se impone la protesta, el grito airado. “La perpetuación del sufrimiento —escribe Adorno— tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; de ahí que quizás haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas”.
Odiseo es el primer mito de una tradición que pretende reinar sobre la naturaleza, explotando las posibilidades de la técnica
La poesía que ignora el sufrimiento extremo de las víctimas apenas difiere de la música que hacían sonar las SS en el Lager, intentando relajar la tensión de los prisioneros. “Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura”. El arte solo alcanza su redención testimoniando esta catástrofe. Adorno propone la literatura de Kafka como ejemplo de lo que cabe exigir a los creadores del futuro. La impotencia y fragilidad de sus personajes prefigura el sufrimiento de las víctimas del totalitarismo. Sus obras pueden leerse como parábolas que no pretenden aleccionar, sino mostrar la indefensión del hombre frente al poder absoluto.
La dialéctica negativa de Adorno roza el nihilismo, pero es un nihilismo fructífero, necesario. No es un nihilismo existencial, sino epistemológico. Creer que podemos saberlo todo, pensar que podemos aprisionar la realidad en una idea, constituye un acto de violencia que atenta contra la diversidad. La dialéctica es una herramienta de opresión cuando fija un rumbo a la historia y desprecia todo lo que se desvía de esa hoja de ruta. El ser no cabe en el pensamiento. No es una mala noticia, pues eso garantiza su capacidad de producir nuevas e inesperadas formas.
El problema es que esa indeterminación produce miedo y de ahí que la metafísica construya fábulas donde no hay espacio para el azar o la diferencia. ¿Tiene razón Adorno cuando afirma que nuestra cultura apunta desde sus orígenes al espanto de Auschwitz? No niego los aspectos represivos y excluyentes, pero no creo que la Shoah revele la esencia de nuestra cultura.
La razón instrumental ahoga los aspectos más creativos y espirituales del ser humano, pero no lleva necesariamente a las políticas de exterminio. Pienso que las fantasías nacionalistas, las ideologías políticas o las religiones son mucho más peligrosas. La técnica se vuelve dañina cuando produce efectos que no podemos imaginar o representar, como sucedió con las bombas de Hiroshima y Nagasaki, pero también es nuestra segunda naturaleza, lo que nos ha permitido habitar el mundo y convertirlo en un lugar confortable. Así lo vio Ortega y Gasset.
Los campos de exterminio no fueron una aberración temporal, sino una consecuencia lógica del devenir de nuestra cultura
Después de Auschwitz, ¿el arte solo puede ser un grito airado? Evidentemente, hay una obligación moral hacia las víctimas, pero lo oscuro y desgarrador no es la única alternativa para honrar su memoria o, menos aún, para cerrar las heridas. La luz, el equilibrio, la alegría, no son opciones frívolas, sino una forma legítima de apostar por la vida y un acto de beligerancia contra la mística sombría del fascismo.
Adorno escribiendo después de Auschwitz es el triunfo de la libertad sobre el totalitarismo. Su pluma nos enseña a mantenernos alerta, huyendo de la autocomplacencia. La dialéctica negativa no es una pirueta conceptual, sino una llamada a la autocrítica. Si queremos mantener a raya la barbarie, si deseamos que la chimenea de Auschwitz no vuelva a escupir cenizas, debemos mantener viva la llama de un pensamiento que no sucumba a sus propias ensoñaciones.