El pasado 6 de agosto falleció el antropólogo, ensayista, poeta y narrador Mikel Azurmendi, a quien me unía una vieja amistad. La esquela que publicó el Diario Vasco decía que murió trabajando en el huerto de su casa del monte Igueldo, rodeado de su hijo y de Irene, su compañera. Tenía 78 años, y al menos en dos ocasiones la muerte lo había rozado de muy cerca: la primera, en 1967, con un tiro de bala que le silbó en la oreja; la segunda, hace sólo siete años, con una dolencia pulmonar de la que se sobrepuso casi milagrosamente. Fuerte aún, el corazón se le paró lleno de ganas, de afición a la vida, y de aptitudes para disfrutarla.
Casi todos los obituarios destacaban su pertenencia a ETA en los años 60, y su resuelto abandono de la organización tras la V Asamblea, cuando se impusieron los partidarios de la lucha armada sobre los sectores “obreristas”. Poco después, cuando ETA comenzó a matar, Azurmendi emprendió un profundo proceso de revisión de las creencias que movían a tantos jóvenes como él a suscribir los asesinatos. Consecuencia de ese proceso fue, ya desde finales de los 60, su activa y constante denuncia del nacionalismo radical, al principio en el marco de la revista Saioak, de inspiración fundamentalmente marxista, luego, mucho más adelante, actuando como portavoz del Foro de Ermua y participando en la fundación de la plataforma cívica ¡Basta Ya! Entremedio, la trayectoria de Azurmendi (su exilio de ocho años durante el franquismo, su difícil reinserción en la España democrática, el acoso y aislamiento de que fue víctima cuando era profesor de Antropología social en la Universidad del País Vasco, su penosa salida de Euskadi atenazado por amenazas de muerte, su conflictiva etapa como presidente del Foro para la Integración Social de los Inmigrantes bajo el segundo gobierno de Aznar) ilustra la dramática evolución de tantos miembros de su generación –y de la siguiente– a los que la resaca de sus juveniles fervores revolucionarios, la nítida condena del terrorismo y la a menudo lúcida oposición al nacionalismo y a las pasiones identitarias, han abocado a posiciones políticas peligrosamente vecinas al conservadurismo más beligerante.
Azurmendi fue un hombre dialogante. Lo forzaban a ello, además de su ética cristiana, su sólida formación universitaria, la amplitud de sus lecturas…
Entre los “daños colaterales” del nacionalismo radical queda por contar el “secuestro”, por parte de la derecha, de un buen número de inteligencias de primer orden. Cabría preguntarse si el antinacionalismo no termina por inocular en quien lo profesa obsesivamente el mismo virus que trata de combatir, alineándolo con opciones políticas que tienden a replicarlo especularmente. Pero cabe preguntarse también, sobre todo en relación a Euskadi y al medio siglo en que padeció el azote del terrorismo, si la izquierda cultural no tiene cierta responsabilidad en la pavorosa intemperie a la que quedaron expuestos algunos intelectuales que rompieron valientemente el silencio cómplice de buena parte de la sociedad vasca ante los asesinatos de ETA; una intemperie de la que sólo les brindó amparo la derecha patriotera, más o menos constitucionalista.
Son preguntas delicadas, difíciles de hacer, tal vez indignantes para más de uno, pero que la trayectoria de Azurmendi sirve para plantearse y tratar de responder, con tanto mayor rigor en cuanto él mismo se resistió a “la crítica perversa” que intentó presentar sus argumentos “con los trazos gruesos y maliciosos del españolismo”. Su muy recomendable libro autobiográfico Ensayo y error (2016) ofrece un vivo y apasionado testimonio de esa trayectoria, reflejada previamente en varios de sus notables ensayos y novelas.
Por lo demás, con toda su vehemencia, Azurmendi fue un hombre esencialmente dialogante. Lo forzaban a ello, además de su ética cristiana, su sólida formación universitaria, la amplitud de sus lecturas, su insaciable curiosidad y, por lo que toca a Euskadi, el conocimiento tan vasto que tenía de su lengua, de su historia y de su cultura, que contribuyó a documentar admirablemente.
Él mismo, en sus últimos años, sometió su propia trayectoria a un exhaustivo trabajo de introspección, del que salió dichosamente fortalecido en su incondicional adhesión a la vida buena. Poco después, ser testigo de la muda y abnegada labor de ciertas comunidades cristianas removió la vieja fe de su infancia y adolescencia –la fe de sus padres–, que abrazó y profesó de nuevo con emocionante convicción.