Mikel Azurmendi. Foto: Mitxi
Poeta y narrador, en castellano y en vascuence, antropólogo y ensayista, Mikel Azurmendi (San Sebastián, 1942) es una de las figuras más notables de la cultura vasca contemporánea, pero es sobre todo un proscrito. Espíritu independiente, más dado a nadar contracorriente que a arrimarse a quienes mandan en cada momento, ha tenido que abandonar Euskadi en dos ocasiones: en los años finales del franquismo por su militancia en ETA y a comienzos de nuestro siglo por su militancia contra el terrorismo. En ETA entró muy joven, antes de los primeros asesinatos, y se desencantó muy pronto, tras participar en un atraco tragicómico, descrito en una de sus novelas, que le llevó a exiliarse y comprender que aquello sólo conducía a morir o matar de la manera más absurda. La ruptura con ETA le empujó gradualmente a un alejamiento del credo nacionalista vasco y cuando regresó del exilio no se sintió atraído por ninguna de las corrientes políticas que se disputaban el electorado vasco. Ni siquiera le pareció digna de encomio la gran operación política que fue la transición democrática, porque no ofreció a los vascos el derecho a la independencia. Su caída en el camino de Damasco se produjo cuando asesinaron a Gregorio Ordóñez, concejal de San Sebastián, que le llevó a implicarse muy activamente en la defensa de la democracia contra el terrorismo. No tardaría en sentir el aislamiento de quienes se convertían en dianas de ETA y tuvo que abandonar Euskadi por segunda vez.Esa es la trayectoria vital que Azurmendi evoca en Ensayo y error, un libro que no sigue la pauta habitual de unas memorias en las que cada capítulo narre una etapa de la vida, sino que recuerda más bien a una sucesión de conversaciones en las que un interlocutor fascinante va hilvanando recuerdos y reflexiones que poco a poco van conformando un retrato. Ello en parte se debe a que el libro está integrado por cuatro textos independientes escritos por su autor en los últimos años, pero sobre todo a que pasa de un tema a otro sin verse constreñido por un marco cronológico.
En ese recorrido hay páginas excelentes, de elevada calidad literaria e intenso poder de sugestión. La dura infancia castellana de un amigo suyo a quien los sublevados se han llevado al padre un aciago día del verano de 1936, sin que la familia llegara a saber nunca lo que fue de él. La evocación de su propio padre, un comerciante de carbón, con poca formación pero que supo encauzar a sus hijos por las rutas del estudio y del esfuerzo. Sus largos años en el seminario, en el que entró de niño. El ya mencionado atraco frustrado, que acabaría alejándole de ETA. Y la terrible experiencia de aislamiento que implica la condición de víctima anunciada de los terroristas.
Esto último resulta lo más amargo. En una sociedad atenazada por el miedo al terrorismo lo más conveniente era ignorarlo, no significarse y el lector ha de tener una muy elevada opinión de su talla moral para no pensar que él mismo también habría callado. Por otra parte, en Euskadi se daba la circunstancia de que los terroristas compartían el núcleo esencial de la doctrina hegemónica en el país: el nacionalismo. Así es que ser nacionalista ofrecía una protección frente a la amenaza terrorista y a la vez una conveniente cercanía a la fuente principal de empleos, subvenciones y premios.
Azurmendi renunció a lo uno y a lo otro, a pesar de publicar en vascuence, y optó por situarse en primera fila para denunciar los crímenes de ETA, lo que le convirtió en un personaje incómodo. La amenaza de ETA y el hostigamiento por parte de sus seguidores había que darlo por descontado pero a ello se sumaría la reticencia de muchos otros, que quizá admiraran en secreto su valor, pero querían mantener su tranquilidad, porque en Euskadi, próspera y con una administración muy competente, se podía vivir muy bien incluso en los años del terrorismo. Al proscrito el exilio le pareció de nuevo la mejor salida. Regresó poco antes del fin del terrorismo.