De un tiempo a esta parte, las noticias relativas a los consejos de ministros de Pedro Sánchez suelen ofrecerse acompañadas de fotografías de la sala de La Moncloa en que se celebran las correspondientes reuniones, sala dominada por un enorme cuadro de Miquel Barceló: El taller d’escultures del artista (375 x 235 cm, más de ocho metros cuadrados). Por detrás de Pedro Sánchez, Carmen Calvo y Pablo Iglesias se entrevén esqueléticas figuras humanas y de animales –perros, monos, cabras– que, dependiendo del humor que uno tenga, bien podrían ser tomadas como alegorías ilustrativas de las medidas sociales del Gobierno. Ya otros comentaristas han venido haciendo este y otros chistes parecidos desde que, sobre este mismo fondo, se anunciaran solemnemente, el pasado mes de marzo, las importantes decisiones adoptadas para combatir la pandemia que todavía nos atenaza. Recuerdo bien el impacto que entonces me produjo el contraste entre la gravedad del momento y el caprichoso telón sobre el que se escenificaba. La misma extrañeza ha persistido cada vez que, como digo, las fotografías de los consejos de ministros de Sánchez repiten la escenificación.
Quiero apuntar mis reservas ante el empeño manifiesto de “ilustrar” los escenarios de la política con obras artísticas inspiradas fuera de ella
El cuadro de Barceló pertenece a la colección del Museo Reina Sofía desde el año 2000. Al parecer, esta institución mantiene un acuerdo con el Gobierno para abastecer de obras de arte la sede presidencial. Lo que no tengo claro es quién, ni con qué criterios, decide qué piezas son las más adecuadas para decorar espacios tan significativos. Me dicen que la responsabilidad recae sobre un comité del mismo museo. Pero, dada la atención más bien escasa que el Reina Sofía ha dedicado a Barceló desde que Manuel Borja-Videll lo dirige con mano maestra, cuesta pensar que la elección haya sido asesorada por él ni por su equipo. ¿O sí? ¿Habrá en ella una intención sutil, acaso aviesa? En cualquier caso, ¿a quién demonios se le ocurrió plantar el dichoso cuadro en la sala del consejo de ministros, que al parecer ha sido bautizada como Sala Barceló? O al revés: ¿a quién diablos se le ocurrió celebrar los consejos de ministros en la Sala Barceló? Sala que, por cierto, según me entero, acoge, además de más obras del mismo Barceló (dos óleos y una escultura), otras de Campano, Soledad Sevilla, Sicilia, Alfaro y Broto, todos ellos “artistas que destacaron en los 80 y que hoy están plenamente consagrados”.
Reitero mi pasmo –estaba por decir mi incomodidad, incluso mi apuro– ante las reiteradas imágenes de Sánchez e Iglesias recortados sobre el caótico Taller d’escultures del artista. Claro que, a estas alturas, uno debiera haberse acostumbrado ya a este tipo de contrastes. Desde mucho antes, la Sala Tarradellas, en la que el Govern de la Generalitat celebra sus cónclaves, está dominada por una gran pieza de Antoni Tàpies, Les quatre cròniques (Las cuatro crónicas), de 1990, que triplica en tamaño el de Barceló: ¡casi tres metros de alto por seis de ancho! De nuevo tienta repetir aquí los chistes que se han hecho a este propósito. En este caso, sin embargo, el cuadro fue producto de un encargo expreso de Jordi Pujol. Fue concebido y ejecutado para ocupar el lugar que ocupa. No ocurre lo mismo con tantos Miró, Ràfols Casamada o Tàpies (más Tàpies) que desde hace ya varios años sirven de contrapunto a las reuniones políticas de la Moncloa, ya desde tiempos de Zapatero y Rajoy. Si los políticos españoles tuvieran hacia Cataluña la misma sensibilidad que aparentan tener con su arte, el “problema catalán” no sería tal. Pero otra vez se me ha escapado un chiste varias veces repetido, y así no llegamos a ningún lado.
Lo que venía a apuntar, a propósito de las imágenes que han inspirado esta columna, son mis reservas ante el empeño manifiesto de “ilustrar” los escenarios de la política con obras artísticas supuestamente inspiradas fuera de su marco. También sobre la sospechosa insistencia en preferir, para este cometido, a artistas abstractos. Y, cuando no se trata de la siempre socorrida y “neutral” abstracción, sobre la inoportunidad de que se trate de temas y motivos figurativos del todo inadecuados.
¿O es que debemos presumir –o asumir– alguna relación entre el taller del artista y el del poder?