Me he leído este verano El Berlín demónico. Así titularon sus editores un volumen que recoge algunas de las charlas para niños impartidas por Walter Benjamin en la radio alemana, entre los años 1929 y 1932. Las he leído en la excelente traducción de Joan Parra publicada por Icaria en 1987. El hecho de que estuvieran dirigidas a un público infantil me había disuadido hasta ahora de leerlas; pero me equivocaba: son charlas entretenidísimas y muy enjundiosas, llenas de informaciones sorprendentes, que ponen de relieve no sólo el altísimo nivel de las programaciones culturales de la radio alemana sino también (al menos comparado con el de hoy día) el de la educación del público que las escuchaba. Lo más admirable es el tono cómplice, en absoluto condescendiente, que emplea Benjamin para dirigirse a su público. Así que es posible -¡es posible!- dirigirse a niños y adolescentes sin tratarlos como atrasados mentales, y sin infantilizarse. Es posible hacer divulgación sin abaratar hasta la indignidad el contenido de lo que se transmite.
Leí estas charlas de Benjamin en continuidad casi con las de E.M. Forster que estos días publica Alpha Decay. Me refiero a un volumen verdaderamente delicioso, además de instructivo y yo diría que hasta emocionante: Algunos libros, se titula, y recoge un buen número de las charlas que dio E.M. Forster en la BBC entre 1929 y 1958. Son charlas sobre libros de muy distinto género y calibre (de poesía, de ensayo, de narrativa moderna y también popular), que ocasionalmente tratan de manera monográfica a un determinado autor (D.H. Lawrence, Jane Austen, Wordswortdh, Kipling, Joyce…) o encaran cuestiones más o menos candentes (“¿Son útiles los libros?”, “¿Ha muerto la novela?”, “Escritores y democracia”…).
Es difícil exagerar el aliciente de este volumen, cuya selección, traducción y prólogo han corrido a cargo de Gonzalo Torné, y que, por si fuera poco, incorpora a modo de epílogo un soberbio ensayo de Zadie Smith, escrito con motivo de la publicación de estas charlas en inglés, en 2008, después de que hubieran permanecido medio siglo sepultadas en los archivos de la BBC. Envidio a quien le corresponda la suerte de reseñar un material de esta naturaleza. Aquí me interesa abundar en un asunto que Torné aborda abiertamente en su prólogo y que adquiere un interés crucial en el marco de una revista como ésta. Me refiero a la relación entre crítica y divulgación.
Del difícil equilibrio entre una y otra depende no sólo la continuidad, sino el sentido mismo de esa institución híbrida, a momentos se diría que extemporánea, que constituyen, dentro del periodismo, los suplementos y revistas culturales. Pero no sólo de su equilibrio: también de la definición misma de lo que cabe entender por una y otra cosa. Pues se trata de dos nociones profundamente devaluadas por la mutua erosión a la que se han sometido mutuamente.
Como bien sugiere Torné, las charlas de Forster contribuyen espléndidamente a ilustrar cómo, llegado el caso, la divulgación puede fecundar la crítica literaria, en lugar de neutralizarla. Y viceversa. El público al que Forster se dirigía era muy amplio. Lo componían en su tercera parte gente de la clase trabajadora. Sus charlas, encima, estaban especialmente dirigidas a los ciudadanos de las antiguas colonias británicas, no siempre provistos de las más adecuadas herramientas materiales ni culturales para entenderlas. Tanto más admirable resulta el despliegue de talento, de afinado sentido común, de simpatía, de servicialidad bien entendida (es decir, lo contrario de servil) con que Forster -el intelectual menos pagado de sí mismo que cabe imaginarse- se ganó la atención masiva de su público durante décadas.
Si, como todo parece indicar, la divulgación viene siendo el horizonte en que está condenada a reinventarse la crítica si no quiere quedar definitivamente desplazada por el periodismo cultural, a lo mejor no está de más observar con atención casos de adaptación tan satisfactorios como los de Benjamin y Forster, los dos en un medio de masas tan importante como era la radio en el segundo tercio del siglo XX, cuando todavía el concepto mismo de divulgación -¡y el de crítica!- no había sido degradado por la mala comprensión tanto de sus propósitos como de sus alcances.