Estos días se pasea por Madrid y Barcelona Rafael Gumucio. Ha venido para presentar su última novela, El galán imperfecto, que recién lanza en España Literatura Random House, si bien en Chile se publicó hace ya casi un año. Uno no termina de entender los cálculos que justifican estos desfases. Supongo que tienen que ver con dudas razonables sobre las expectativas comerciales del libro en cuestión fuera de su país de origen. Me consta que, pese a las apariencias, la receptividad de los lectores españoles hacia la literatura proveniente de Latinoamérica es moderada. Lo de que asistimos a un “segundo boom” es una tontería inventada por los periodistas culturales, que revela un profundo desconocimiento de las circunstancias en que en la actualidad se produce el tráfico editorial entre las dos orillas del Atlántico. El mismo periodismo cultural -en cuya estela navega la mayor parte del reseñismo al uso- es el responsable, además, de amplificar marcas publicitarias como la de Bogotá39, cuyos efectos terminan siendo perniciosos por excluyentes, y que potencian la estandarización y la banalidad tan características de las prospecciones que unos y otros hacen de un continente literario inabarcable en su diversidad, cuya producción se encauza en dos circuitos cada vez menos conectados: el de las literaturas nacionales y el de la -vamos a llamarla así- selección internacional.
Viene esto a propósito de lo que se me antoja una asimetría desconcertante: la que se da entre la singularidad y los méritos que atribuyo a la literatura de Gumucio, y su más bien discreta visibilidad como escritor, al menos en España y en el resto de Europa. ¿Cómo es posible, tratándose de un escritor tan dotado, tan radical y consecuente, tan humorístico y a la vez tan provocador?
Aquí en España es difícil hacerse una idea de la popularidad de que goza Gumucio en Chile, donde es recordado con veneración por los desopilantes programas televisivos que protagonizó en los años 90 (en particular, Plan Z), donde sigue siendo una estrella radiofónica, y donde su carácter impulsivo y deslenguado ha promovido recientemente algunas polémicas sanguinarias (contra los animalistas, sobre el bullying escolar). No es fácil aceptar, seguramente, que de una mezcla de Gran Wyoming y Fernando Savater, pongamos, vaya a salir un novelista de calibre. Pero así es en el caso de Gumucio, quien de sus años pasados en España segregó un libro de crónicas y ensayos, Páginas coloniales (2006), que lo acredita como un perspicaz analista político y social. Un talento este que hace de Gumucio un referente tan indispensable a la hora de adentrarse en la realidad chilena como puede serlo Juan Villoro respecto a la realidad mexicana.
El libro que reveló la calidad de Gumucio como narrador fue Memorias prematuras (1999), publicado cuando no había cumplido él los treinta años. Con este libro se adelantaba a la poderosa tendencia a la autoficción tan hegemónica en la actualidad, de la que luego se desmarcaría con la displicencia de quien se sabe condenado a no hablar de otra cosa que de sí mismo. Una fatalidad que en el caso de Gumucio se traduce en una serie de “comedias” -cuatro, hasta el momento- que constituyen otras tantas variaciones sobre el mismo tema, un poco al modo de lo que hace en sus películas Woody Allen, de quien -como ya dije en una ocasión- Gumucio viene a ser una versión austral y católica.
¿Y cuál sería ese “tema” sobre el que la literatura de Gumucio vuelve una y otra vez? El miedo, sin duda. Un miedo muy cotidiano, por otra parte, tremendamente vulgar, aunque casi nunca expresado con el impudor de que hace gala Gumucio: el miedo a no ser querido. Es de este miedo cerval, convertido en auténtica pasión (y recuerdo aquí la frase de Thomas Hobbes que Roland Barthes antepuso, enigmáticamente, a su célebre ensayo sobre El placer del texto: “La única pasión de mi vida ha sido el miedo”), es de este miedo a no ser querido del que Gumucio segrega una narrativa originalísima, caracterizada por un estilo que en su momento describí como “compulsivo, gimoteante, asustadizo, nervioso, sensual, impúdico, autoflagelante, seductor y corrosivo”. Una abrumadora ristra de adjetivos a los que aún deben añadirse dos más: inteligente y comiquísimo.