Somos insuficientes, estamos lejos de bastarnos a nosotros mismos. Al constatar la escasez de nuestro ser, buscamos la sociedad de los hombres, no para que nos perfeccionen como dos mitades que se unen –pues ninguna compañía redimirá la indigencia de nuestra condición–, sino para que muchas insuficiencias juntas construyan una segunda naturaleza donde la primera se desarrolle.
En sociedad, los individuos ganamos tiempo para cumplir nuestros fines. Ahora bien, al mutualizarnos, tomamos conciencia de que el yo se declina también como un nosotros, es decir, como un individuo concertado con otros individuos para conformar una colectividad de fines. ¿Cuáles son las reglas de ese concierto? ¿Qué ley regula el funcionamiento del nosotros?
Una ley ha organizado la sociedad humana desde su mismo nacimiento: la ley jurídica, que se distingue de las otras en que prevé castigos en caso de incumplimiento. Cuando los individuos practican conductas antisociales, la comunidad, en defensa de sus fines, está obligada a desmotivar dicha conducta anudándola penalidades inconfundiblemente superiores a sus ventajas.
[La esperanza de Alcibíades]
Esta clase de ley no pide a los ciudadanos que eduquen su corazón y se conforma con que, actuando como agentes racionales, acomoden a ella su obrar externo. El Derecho es el modelo de una socialización coactiva de la que es imposible prescindir mientras un yo no educado pueda sembrar la discordia en el nosotros.
Este modelo, sin embargo, no alcanza a la esfera interna de lo humano. Por ejemplo, nunca existirá un estatuto jurídico de la amistad. La amistad, a diferencia del Derecho, brota de una arbitrariedad personal no necesitada de justificación, como le sucede también al enamoramiento.
Pero, en contraste con este, otra preferencia arbitraria, la amistad es politeísta –admite la pluralidad– y la afición por el amigo está exenta del deseo de poseer su cuerpo. Amante y amigo se comprometen con el otro, pero en tanto el amante se halla preso en la cárcel de su pasión, el amigo sigue en libertad: su estado es el de libre y con compromiso.
A quien uno estima, dice nuestro idioma, se le tiene ley. La ley es aquí el nudo de lealtad con que el trato frecuente ata a los amigos, bello ejemplo de una autolimitación elegida. Lo que surgió como preferencia se vuelve con el tiempo legislación interpersonal.
La ley es aquí el nudo de lealtad con que el trato frecuente ata a los amigos, bello ejemplo de una autolimitación elegida
Su violación no conlleva coacción externa, como en el Derecho, pero eso no quiere decir que no tenga consecuencias sino sólo que son interiores a los dos: así como el orador que no observa la gramática perjudica la comunicación, así también quien no respeta la gramática de las relaciones personales deshace el lazo que lo unía al amigo y se priva a sí mismo de un bien lujoso que, sin éxtasis pero también sin función biológica, embellece la vida e intensifica su sabor.
La amistad entre conocidos sirve de inspiración para imaginar una sociedad que trascendiendo el Derecho adopta como principio organizador una ley no jurídica: la de la philia (amistad cívica) establecida entre personas que no se conocen pero que, cuando entran en contacto, se relacionan entre sí como lo harían dos amigos. El ciudadano de la philia guía su conducta por temor también, pero no a la coacción del aparato estatal, sino a la vergüenza de ser llamado mal amigo.
Dice Aristóteles, que dedicó dos libros de su Ética a la philia, que “cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia, pero, aun siendo justos, necesitan de la amistad”. En suma, que de la justicia podría prescindirse en un supuesto ideal, de la amistad nunca.
Si los ciudadanos están concertados por los mismos sentimientos (consenso) y el mismo corazón (concordia), ¿para qué la coacción por muy justa que sea? De ahí el mote que acompaña al modelo de socialización no coactiva: “La amistad por encima de la justicia”.