Mi llorado padre, de constante memoria, solía atajar algunas discusiones familiares originadas en su presencia exclamando: “Eso es un falso problema”. Con ello se refería a aquellos argumentos alegados al calor de la polémica que parecían convincentes a efectos dialécticos, pero que, analizados en frío, carecían de contenido, de suerte que, en lugar de solucionar el problema real objeto de disputa, añadían otro ficticio al que ya existía. A veces bastaba un breve lapso temporal para que el argumento en cuestión perdiera peso ante su propio autor, avergonzado de haber recurrido a él con el fin de imponerse sobre el otro en la riña en lugar de averiguar la verdad.
Lo cual me lleva a lo que me contó un colega de mi primer trabajo que, cuando se lo oí hace más de treinta años, se me antojó extravagante pero que ahora, con más distancia, lo encuentro de lo más atinado. Tiene que ver con la actualidad periodística, que nos mantiene en vilo por un momento y que, en cierto sentido, tanto parecido guarda con el ardor ocasional de las disputas familiares.
Leandro me habló de una costumbre que él seguía a rajatabla: nunca leía los periódicos el mismo día en que salían, sino al siguiente, después de desayunarse, porque el mero transcurso de veinticuatro horas hacía decaer el interés de la casi totalidad de las noticias que, presentadas en llamativos titulares, no aguantaba el intervalo de una sola noche. Eran falsos problemas, que diría mi padre, a los que no vale la pena prestar atención por su manifiesta ausencia de realidad.
La inactualidad no es un paraíso exento de problemas, pero los que tiene
son reales y no falsos
Atendiendo a lo anterior acostumbro a distinguir entre actualidad y realidad. Actualidad es lo que reclama nuestra atención un instante, mientras que realidad es aquello que se mantiene actual mucho tiempo –años, siglos, milenios– o por siempre. La declaración de un político es actualidad, envejecer es realidad. En principio, sería natural que aquello que es flor de un día apenas absorbiera nuestro pensamiento, ocupado en asuntos de sustancia. Pero ocurre que, por una loca inversión de las cosas, nos embelesa la espuma de los días con sus vistosos colores.
Lo que los moralistas antiguos denominaban concupiscencia de ojos y oídos, insaciables en su apetito de novedades, nos tiene entretenidos, pero también extraños a nosotros mismos y con un vago regusto de irrealidad. “Todo es ajeno a nosotros. Tan solo el tiempo es nuestro”, escribe Séneca en la primera de sus Cartas a Lucilio. Y pese a que es nuestra única propiedad segura, nos la hurta al descuido cualquiera que pasa por ahí. Infinitas son las solicitudes que a diario conspiran, incluso de buena fe, para matar nuestro tiempo. Y con frecuencia lo matamos nosotros mismos, suicidándonos a plazos, cuando lo regalamos a quien ni nos lo ha pedido como si anduviéramos sobrados de ese patrimonio.
Cuando uno se hace mayor, consciente de la escasez de su tiempo, desarrolla un arte para administrarlo con diligencia y ponerlo solo en lo esencial. “Acapara todas las horas”, sigue Séneca. Sin embargo, no podrá hacerlo mientras permanezca enredado en las agitaciones de la actualidad, que usufructúan el alma con sombras y ficciones. Para conseguirlo deberá sacudirse esa dominación espuria y, sin miedo a la extravagancia, decidirse, con el joven Nietzsche, a ser total y absolutamente inactual. Entonces será libre y, sin otro obstáculo que se lo impida, tomará por fin plena posesión de su tiempo.
La inactualidad no es un paraíso exento de problemas, pero los que tiene son reales y no falsos. Y ocurre con dichos problemas como con todo cuanto pertenece a la realidad: que duran mucho o siempre. Ahora bien, si son tan duraderos es que no tienen solución. En consecuencia, el pensamiento inactual no cavila cómo resolverlos, pues sería vano intentarlo, sino cómo vivir con ellos.