Victoria Camps
Filósofa. Catedrática emérita de la Universidad de Barcelona y Consejera Permanente del Consejo de Estado
Contra el pensamiento apocalíptico
No me gustan ni las utopías ni las distopías. Creer en un mundo feliz y querer realizarlo a toda costa, como ocurrió con el comunismo, sólo conduce al desastre. Las distopías, por su parte, sólo alimentan la desesperanza, la visión de una realidad inhumana que ya no tiene remedio. Es cierto, actualmente estamos empantanados en una sucesión de crisis –financiera, sanitaria, energética– que producen la impresión de estar viviendo en el peor de los mundos posibles. Se acabaron la abundancia, la despreocupación y las certezas, decía Macron hace unos días. Habría que cambiar muchas cosas y emprender muchas transiciones, pero todas son de tal envergadura que no nos vemos capaces de conseguir llevar nada a buen término.
También Pedro Sánchez, en su reciente discurso en el Senado, se apoyaba en la incertidumbre como el sostén y la justificación de las medidas más perentorias para el futuro inmediato. Referirse al largo plazo es inútil porque nada es previsible. Pero si bien la incertidumbre es una realidad, también puede convertirse en la excusa para dejarlo todo más o menos como está. Es así como la desconfianza crece y lamentamos la falta de líderes con coraje para afrontar cambios que vislumbren un panorama un poco más halagüeño.
Ni las utopías ni las distopías son compatibles con el don de la libertad que permite obrar bien, pero también mal. Ahora nos quejamos de que todo lo que ocurre es malo, no hay motivos de alegría, todo entristece. Esa actitud tan negativa no deja ver que las desgracias que sobrevienen son fruto de unas libertades mal ejercidas, de abusos y disfunciones que se podrían haber evitado si los gobiernos y las costumbres que modelan nuestras vidas hubieran sido otros.
Nos quejamos de que todo lo que ocurre es malo, no hay motivos de alegría. Esa actitud tan negativa no deja ver que las desgracias que sobrevienen son fruto de unas libertades mal ejercidas
Kant se refirió a la humanidad como “un fuste torcido del que no puede salir nada bueno”. Sin ser tan rotundamente catastrofistas, la afirmación insta a aceptar la imperfección implícita en la condición humana. El rasgo específico que nos distingue de los animales no humanos es que podemos escoger como vivir. Esa posibilidad dota de sentido a una trayectoria que será inevitablemente finita y provisional, pero que puede aspirar a mejorar la realidad que le ha tocado vivir.
Ahí, en la convicción de que mejorar lo que hay está en nuestras manos, están las razones para el optimismo que rehuye las conclusiones apocalípticas. Aunque no lo parezca, en la raíz de las mismas hay una ambición desmesurada, la que rechazaba Píndaro cuando escribió: “No pretendas la vida inmortal, alma mía, y esfuérzate en la acción a ti posible”.
No traspasar los límites de lo posible significa renunciar a la voluntad de cambiarlo todo, para concentrarse en cambiar sólo algo de lo que funciona mal. La reflexión sobre lo posible supone humildad, capacidad de diálogo, cooperación, exclusión de la postura que se instala en el todo o nada. Como observó Tony Judt, tras el desastre sucesivo de las dos guerras mundiales, hubo una especie de rearme moral, un consenso amplio que puso los cimientos del estado de bienestar. Un cambio radical que era difícil y, sin embargo, fue posible.
Manuel Cruz
Filósofo. Catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona y expresidente del Senado
Tal vez todavía quede futuro
Todo el mundo recordará el alarmismo que generaban, en los momentos más álgidos de la pandemia de la COVID-19, las informaciones acerca de los efectos secundarios que ocasionalmente podían provocar las nuevas vacunas que iban apareciendo. Tuvieron que ser filósofos como Habermas quienes rebajaran tanta alarma y recordaran el carácter aproximativo, tentativo, del conocimiento científico, el cual funciona con el método del ensayo y el error, lo que significa que deben considerarse como necesariamente parciales y susceptibles de ser sometidos a revisión cualesquiera de los avances que se puedan ir produciendo. No reparar en esto equivale a depositar en la ciencia las expectativas desmesuradas que antaño se depositaban en la religión.
En todo caso, lo peor de semejante reacción eran las conclusiones que se extraían por haber alimentado tales expectativas. Así, por no abandonar el mismo ejemplo, también fue en los momentos más álgidos del confinamiento cuando muchos, sin atender a más realidad que su particular estado de ánimo, se extendían en sentidas lamentaciones acerca de nuestra vulnerabilidad, a la que consideraban el rasgo más importante y significativo de la época que nos ha tocado vivir.
Ahora bien, a poco que se piense, la lamentación no resistía la menor confrontación con los hechos. Porque si hoy nos declaramos tan vulnerables por lo que nos está sucediendo, ¿cómo se deberían haber declarado quienes vivieron en tiempos en los que, ya no es que las vacunas tardaran mucho más en descubrirse o provocaran un mayor número de efectos indeseados, sino que no existían y apenas nadie quedaba a salvo de contraer la enfermedad e incluso morir a causa de ella en caso de pandemia? No es muy difícil responder a esta pregunta, solo que obliga a pensar en terrenos algo menos confortables que el de la vacía retórica sobre la vulnerabilidad, la finitud y otras categorías análogas.
Todos aquellos males que son el resultado de la acción humana, otra acción humana debería poder repararlos. No descarten que esa constituya nuestra principal ocupación en el futuro
La respuesta no puede ser otra que esta: lo nuevo, lo específico, de nuestra época no es tanto que seamos más vulnerables, como que tenemos una mayor sensación de vulnerabilidad. Sensación que, desde luego, no debe ser desdeñada. Ya nos habían advertido los filósofos empiristas de que la percepción de la realidad forma parte de la realidad. Lo que es como decir: quizá no la describa adecuadamente, pero ello no impide que nos proporcione pistas de interés. En este caso, remite a unas generalizadas expectativas de seguridad, características de nuestro tiempo y que, de manera súbita, parecen haber saltado por los aires.
Ahora bien, si nos resistimos a semejante extrapolación y analizamos con un mínimo de sosiego el asunto, constatamos que el grueso de cuestiones que nos preocupan son el resultado, directo o indirecto, de nuestras propias acciones. Tal vez deberíamos reformular la vieja idea de Vico según la cual el hombre solo conoce realmente lo que él mismo ha hecho (Verum et factum convertuntur) y afirmar que todos aquellos males que son el resultado de la acción humana, otra acción humana debería poder repararlos. No descarten que esa constituya nuestra principal ocupación en el futuro.