Jesús Palacios
Crítico de cine. Coautor de 'Apocalipsis ya. El cine del fin del mundo' (Sendemà)
Historia de dos relojes
La ciencia ficción, en especial la estrictamente especulativa, dependiente de extrapolaciones y genuinos conocimientos científicos, siempre ha sido un género apocalíptico. Por supuesto, en el sentido del término griego original: el de revelación. Por eso, el Reloj del Apocalipsis del Bulletin of the Atomic Scientists llega tarde ya desde su puesta en hora en 1947. Autores tan diversos, amén de pioneros del género, como H. G. Wells en 1914 (El mundo se libera), Karel Capek en 1922 (Krakatik), Eric Ambler en 1935 (Fronteras sombrías) o J. B. Priestley en 1938 (Los hombres del Juicio Final), entre otros, habían revelado ya –y avisado de– los terribles peligros y dilemas que plantearía la energía atómica y, muy especialmente, su uso militar y político.
Especialmente llamativo es el caso del relato Deadline, escrito en 1943 por Cleve Cartmill y publicado el año siguiente por la revista Astounding Science Fiction, que describía con asombrosa precisión buena parte de las investigaciones para conseguir una bomba atómica, incluyendo detalles sobre la separación de isótopos e incluso poniendo en boca de sus protagonistas discusiones acerca de si su empleo por parte de las potencias aliadas –recordemos que la guerra se hallaba en su apogeo– estaría justificado o no moralmente. El resultado fue que su autor, el editor de la revista, John W. Campbell Jr. y otros allegados de ambos como Isaac Asimov o Robert A. Heinlein, fueron investigados por el servicio de contrainteligencia del ejército y el FBI. Aunque quedaron libres de toda sospecha, se les prohibió publicar cualquier otra historia relacionada con el tema de una posible o imposible bomba nuclear. Así pues, cuando muchos de quienes participaron en el Proyecto Manhattan alegaron su “inocencia” como científicos, para excusarse después por las catastróficas desdichas causadas por su descubrimiento, hubiésemos deseado que hubieran leído algo más de ciencia ficción.
El Reloj del Apocalipsis es un mecanismo narrativo de pura ficción hecha realidad y viceversa. Irá siempre con retraso. Y puede que dé las doce cuando no haya nadie para mirar la hora
El Reloj del Apocalipsis parece un argumento o un tropo de ciencia ficción (utilizado de hecho por autores del género como D. M. Starfield en su serie de novelas Clockwatchers: Keepers of the Doomsday Clock) que debemos tomar como metáfora y advertencia, y no literalmente. Exactamente igual que apocalípticas novelas como La hora final (1957) de Nevil Shute, Un cántico por Leibowitz (1959) de Walter M. Miller Jr., Los dominios de Farnham (1964) de Robert
A. Heinlein o Dr. Bloodmoney (1965) de Philip K. Dick, por citar algún clásico. Hoy, en un mundo donde ciencia ficción y realidad inmediata son uno y lo mismo, interconectadas por la Red, la Pandemia y la Nueva Normalidad, términos todos dignos del género, el Reloj del Apocalipsis, como bien entendió Alan Moore en Watchmen (cuya secuela creada por Geoff Johns y Gary Frank lleva directamente el título de Doomsday Clock, o sea: el Reloj del Juicio Final) es un mecanismo narrativo de pura ficción hecha realidad y viceversa. Uno que, inevitablemente, irá siempre con retraso y puede que dé las doce en punto cuando no haya nadie para mirar la hora. O al menos, nadie capaz de entender para qué demonios sirve un reloj.
Manuel Lozano Leyva
Catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear. Autor de El sueño de Sancho (Debate)
Apocalypse… ¿now?
El Apocalipsis de Juan, escrito entre los años 70 y 90 de nuestra era, es el último y más espeluznante de los libros que forman la Biblia. Es tan original en su críptica simbología que ha creado un estilo literario. Hoy se simplifica el apocalipsis con el fin del mundo. De la vida, más bien, y en particular la vida humana, porque el planeta es difícil cargárselo antes de los pronosticados, estos sí que científicamente, 4.500 millones de años, que será cuando se extinga el sol. Ha habido cinco extinciones masivas de la vida en la Tierra, cinco apocalipsis de verdad, y ninguna se ha vaticinado, porque quién las iba a predecir si los humanos aparecimos decenas de miles de años después de la última. Desde el siglo I hasta ahora se han predicho infinidad de fechas del fin del mundo y… aquí estamos.
Desde el siglo I hasta ahora se han predicho infinidad de fechas del fin del mundo y… aquí estamos. Lo único seguro es que debemos actuar cuanto antes y de la manera más decidida
Esta actitud cristiana es tan atractiva para algunos que hasta unos científicos, espantados por el remate de la Segunda Guerra Mundial, usaron el apocalipsis a modo de metáfora. Idearon un reloj que adelantaba o atrasaba según lo que ellos consideraban que nos acercaba o separaba del apocalipsis. La poesía es libre y la ciencia no, porque ésta está firmemente atada por la razón y el experimento. Se pueden unir tanto que Niels Bohr, y todos los profesores de ciencia desde la escuela hasta los programas de doctorado, sostienen que es difícil explicar la ciencia sin la ayuda de metáforas. Pero éstas, obviamente, han de tener algún paralelismo con la realidad que se quiere explicar. El reloj del fin del mundo de esos “apocalípticos” está tan desquiciado que no sirve ni de metáfora. Lo fascinante es que muchos de esos relojeros simbólicos son físicos. Empezaron con la humanidad y le dieron cuerda al reloj con lo de las bombas atómicas. A más bombas, más rápido nos acercábamos al infierno total. No funcionó. Las decenas de miles de cabezas nucleares que acumularon lo EE.UU. y la URSS entraron en fase de achatarramiento con el programa Megawats por Megatons. En 2013 acabaron hartos del programa y, hoy día, nadie sabe cómo deshacerse de tantas bombas.
Como, obviamente, el Reloj del Apocalipsis atómico andaba enloquecido, sus “relojeros” se fijaron en el clima. Pero, vaya por Dios, la atmósfera es un sistema también altamente complejo. El forzamiento externo en este caso es la exhalación de gases de efecto invernadero que han llevado al calentamiento global. La respuesta de la atmósfera a esta agresión es cualquier cosa menos lineal y predictible en el tiempo. Lo único seguro es que debemos actuar cuanto antes y de la manera más decidida para evitarlo. Pero de ahí a meternos pavor con el dichoso reloj y los segundos metafóricos que quedan para el Apocalipsis, hay un trecho racionalmente insalvable. La película de Coppola Apocalypse Now es un gran ejemplo. Los bombardeos de napalm, la defoliación masiva, la destrucción de las presas y las matanzas sistemáticas es lo más próximo que estuvo un país del apocalipsis. Hoy, Vietnam se desarrolla tan apaciblemente que es un agradable destino turístico. Apocalipsis… quizás, pero ¿now?