Juan Soto Ivars
Periodista y narrador
El algoritmo de Kafka
Franz Kafka es el humorista al que menos se le han entendido los chistes en toda la historia de la literatura universal. El proceso ha dado lugar a las interpretaciones más originales. Se lee distinto en la Rusia soviética y en la Marbella de Jesús Gil. Lo que yo propongo es una lectura pensando en el mundo de los algoritmos.
Notamos en seguida en la novela una atmósfera regida por la ausencia absoluta de intimidad y levantamos las orejas. Los dos guardianes que aparecen para notificar el arresto de K lo hacen mientras él duerme, por la mañana temprano, con tan poca delicadeza como el algoritmo de notificación que convierte a nuestro teléfono en el mensajero indiscreto de todo lo que nos hemos perdido por dormir.
Mientras le notifican el arresto hay gente mirando desde la calle, por la ventana. La violación de la privacidad persiste durante todo el libro, como pasa en La metamorfosis, donde lo más horrible de convertirse en insecto es que la habitación tenga tres puertas y sea imposible estar solo. Como si fueras trending topic antes de la hora de desayunar.
Vivimos entre dos mundos. Desde el analógico, las normas que rigen el digital recuerdan demasiado a las novelas de Kafka. Un sitio regido por leyes que no se nos revelan
Los guardianes dicen a K que está arrestado pero es libre. Puede trabajar, salir de excursión, visitar el café y lo citan un domingo para no fastidiar sus planes. En esa capacidad de elección castrada, sometida a un arresto ontológico, podemos encontrar un soniquete cuando algoritmos de personalización nos “ayudan a elegir”. Además, en el centro de la pesadilla de Kafka está la economía del like y la atención. La sala de vistas es una habitación llena de gente que ha formado aparentemente dos bandos. Al notar que hay personas favorables a su causa, K lanza un discurso denunciando su proceso y los abusos a los que se le somete. Su discurso apasionado quedará interrumpido cuando la multitud se gire para divertirse con una escena sexual absurda entre un estudiante y la dueña de la casa, que estalla sin previo aviso. Las siguientes frases de Kafka podría repetirlas cualquier habitante del mundo digital: “Se vio enfrentado cara a cara con la multitud. ¿Era correcto su juicio sobre aquella gente? ¿Se había hecho excesivas ilusiones sobre los efectos de su discurso?”.
Molesto por toda esa gente distraída, les dice K: “Habéis acudido en masa para escucharme y husmear, habéis aparentado que formabais bandos opuestos, y uno de los bandos aplaudía para ponerme a prueba. ¡Queríais aprenderla forma de engañar a un inocente! Muy bien, no ha sido inútil vuestra venida, os habrá divertido el hecho de que alguien esperase de vosotros la defensa de la inocencia”.
Vivimos todo el día entre dos mundos. Desde el analógico, las normas que rigen el digital recuerdan demasiado a las novelas de Kafka. Un sitio regido por leyes que no se nos revelan, donde los castigos parecen arbitrarios y suponen formas de desaparición, y donde nuestros movimientos y estímulos están mediados por mecanismos automáticos que se guardan con celo en el hermético algoritmo.
Si no tiramos el móvil por la ventana al darnos cuenta es porque, como los personajes de Kafka, tomamos decisiones sin tocar la libertad.
Ernesto Caballero
Dramaturgo y director de escena
Salir de casa
No hace mucho, reunirse a una hora determinada frente al televisor era un entrañable ritual doméstico. La familia que veía junta la tele permanecía unida. Rito y sociedad en una escala mínima, esencial, se daban en ese juntarse que tenía sus correspondencias en otros ámbitos: bares, deportes, exposiciones, conciertos, teatro… Todos reunidos para compartir un mismo espacio-tiempo para la diversión.
Este modelo tradicional de celebración grupal se ha visto mermado, en estos tiempos de repliegue y prevención, por la avalancha de internet y las grandes plataformas audiovisuales. La nueva normalidad es digital. Una vasta y, en muchas ocasiones, excelente oferta, ha modificado drásticamente los hábitos de ocio en una nueva clase de consumidores recluidos y desintegrados que ya no cabe llamar público.
Se trata de un fenómeno tan enriquecedor como disruptivo, similar al acaecido en su día con la revolución sociocultural que trajo consigo el desarrollo de la imprenta. Hoy, como entonces, la profusa difusión de todo tipo de contenidos ha terminado por generar confusión y falta de discernimiento entre los usuarios. De ahí que se suscite la cuestión acerca de nuestra capacidad selectiva, que en ello estriba ese lábil significante llamado Cultura: saber, más que poder, elegir.
Las grandes plataformas con su extenso y variado buffet codician un atiborramiento incesante, incompatible con el recorrido reflexivo posterior a la experiencia: un innecesario e improductivo remanso para el negocio de atrapar la atención del espectador. La nueva normalidad digital anula el tiempo de asimilación, el debate íntimo o compartido, la impresión perdurable en la memoria. Su fórmula más rentable es el atracón. Como señala el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “a los consumidores se les ofrecen continuamente aquellas películas y series que se ajustan por entero a su gusto. Se los ceba como a ganado de consumo con lo que siempre vuelve a resultar igual. Los ‘atracones de series’ se pueden generalizar declarándolos el modo actual de percepción”.
La nueva normalidad digital anula el tiempo de asimilación, el debate íntimo o compartido, la impresión perdurableen la memoria. Su fórmula más rentable es el atracón
Además, la customización de la oferta (lo que quieras a la hora que quieras) crea un espejismo similar al que se da en las redes sociales: mi mundo es el mundo; un mundo a salvo de la contaminación de lo distinto, un mundo en pantalla que rehúye presencias reales. La conciencia colectiva tiende a disiparse. Esta desmaterialización del otro (potenciada hoy por la pandemia) es profundamente asocial y, por tanto, antinatural. Ello explica, más allá de irresponsables conductas, buena parte de las trasgresiones de las normativas de confinamiento. El aislamiento con todo su dispositivo de pasatiempos prêt-à-porter y su estrategia descorporeizadora de la vida social tendría un límite.
Resultaría, pues, inevitable la revitalización de ritos ciudadanos –exposiciones, conciertos, cine, teatro– que responderían a la humana pulsión de que uno, por más que se empeñen, finalmente necesita salir, libre, expuesto y receptivo, de su propia casa.