Se cumplen cien años de la publicación de La metamorfosis, la célebre fábula de Franz Kafka (Praga, Imperio austrohúngaro, 1883 - Kierling, Austria, 1924). Al igual que Homero, Kafka ya es algo más que un simple autor. Sabemos muy poco de Homero. En cambio, constituiría una verdadera sorpresa descubrir nuevos datos sobre la biografía de Kafka, pues innumerables biógrafos han reconstruido minuciosamente su vida. Sin embargo, siempre queda un hilo suelto. Kafka es un misterio que desafía al ejercicio hermenéutico más riguroso. Cada una de sus obras es una llave, pero a veces no encontramos la puerta. Es posible que esta perplejidad se prolongue durante mucho tiempo y quizás nunca se desvanezca del todo. En el caso de La metamorfosis, aún nos interrogamos sobre el significado de la desdichada transformación de Gregorio Samsa. Sabemos que una mañana, “tras un sueño intranquilo”, se despertó convertido en un monstruoso insecto. Será el inicio de un viaje hacia la exclusión, el desprecio y la muerte. ¿Qué mensaje nos quiso transmitir Kafka? ¿Nos legó deliberadamente una obra susceptible de múltiples interpretaciones? ¿Pensó incluso que su sentido cambiaría con las épocas, como un símbolo inmortal y ubicuo? Es probable que no.
En un principio, la peripecia de Gregorio Samsa puede interpretarse como un relato metafórico sobre su propia inadaptación. Kafka se percibía a sí mismo como un inadaptado. En el ámbito familiar, social, sentimental y laboral. En su Carta al padre, publicada póstumamente, manifiesta su sentimiento de inferioridad frente a un progenitor autoritario, corpulento y desdeñoso. Kafka se disculpa por no haberse convertido en la persona que su padre anhelaba. Al cambiarse en la caseta de baños, su delgadez contrasta con las anchas espaldas de su padre. A su lado, sólo es un esqueleto atemorizado que tiembla al contacto con el agua. Se siente humillado y menoscabado, con una dolorosa impotencia para vivir como el resto de los hombres. Sería tentador pensar que el escritor carecía de vida social, pero sabemos que ya en la universidad participó en actividades literarias y culturales. Entre 1908 y 1922, trabajó en una compañía de seguros, desempeñando sus tareas escrupulosamente. Su amistad con Max Brod le permitió asistir a veladas literarias y adquirir cierto reconocimiento, si bien la fama no empezaría hasta después de su muerte.
Las mujeres no le dieron de lado. Conocemos sus idilios con Felice Bauer, Julie Wohryzek, Milena Jesenskà y Dora Diamant. No obstante, ninguna discurrió con normalidad. Aunque estaba casada, Milena le propuso una y otra vez una cita en un hotel para consumar la relación, pero el escritor declinó la sugerencia, contestándole que prefería una carta de dos páginas a dos horas de pasión. No era impotente, pero le desagrada el contacto físico, el ruido, la grasa, la carne, la desnudez. Abogaba por la dieta vegetariana y la medicina naturista. La metamorfosis tal vez es una metáfora sobre su incapacidad de cumplir las expectativas ajenas, no el fruto de una inexistente adaptación. La escritura es el despertar definitivo a su diferencia. Siempre será contemplado por los otros como algo extraño, ajeno y, en cierta medida, repulsivo. La autoestima de Kafka era bajísima. Se observaba a sí mismo y sólo advertía torpeza, inseguridad y fracaso. Se comparaba con “una pértiga inútil, cubierta de escarcha y nieve, clavada oblicuamente en el suelo, en un campo profundamente revuelto, al margen de una gran llanura, en una lóbrega noche invernal”.
Algunos consideran que esta explicación es insuficiente. Sólo expresa un punto de vista psicopatológico, de corte freudiano, que apunta hacia una neurosis galopante, quizás provocada por una sexualidad reprimida. La metamorfosis es una metáfora mucho más ambiciosa sobre la alineación del ser humano, condenado a una existencia de explotación y penalidades. Kafka era ateo y simpatizaba con el socialismo, pero sería una exageración atribuirle una ideología marxista. Simplemente, es una voz secretamente subversiva que cuestiona el orden establecido, subrayando la indefensión del individuo frente al Estado. Se puede objetar que el Estado no aparece en el relato, pero en esos años la familia patriarcal es uno de los tentáculos más despiadados del poder político, pues ejerce una coacción legal y emocional. Ser hijo no significa ser amado, sino aceptar la autoridad paterna, incuestionable desde una perspectiva ética y religiosa. Católicos, protestantes y judíos invocan el ejemplo de Isaac, que aceptó la inmolación cuando Yavé exigió a Abraham un gesto supremo de sumisión. “Honrarás a tus padres” no es un mandamiento moral, sino un dictado jurídico.
La interpretación política de La metamorfosis se hace más compleja a la luz de la Shoah, que acabó con la vida de Ottla Kafka y Milena Jesenskà. La hermana del escritor murió asfixiada en una de las cámaras de gas de Auschwitz II-Birkenau el 7 de octubre de 1943. Internada en el campo de concentración de Ravensbrück, Milena –que no era judía- se salvó de las infames ejecuciones con Zyklon B, pero murió de una infección renal casi un año más tarde. Gregorio Samsa sufre las mismas penalidades que los judíos europeos: segregado, confinado y, finalmente, aniquilado. Le llaman “bicho”. Es la expresión utilizada por los nazis para referirse a los judíos. La deshumanización del otro es un paso necesario para justificar su aniquilamiento. En todos los genocidios, las víctimas son comparadas con ratas, piojos, cucarachas y otras plagas similares. Samsa deja de comer, después de escuchar a su familia, discutiendo sobre la forma de librarse de él. Su cuerpo famélico y deshidratado anticipa las espeluznantes imágenes de los supervivientes de los campos de exterminio. Si se piensa detenidamente, la perspectiva de Samsa se parece al relato fragmentario de un deportado, que pasa del furgón de ganado a la cámara de gas.
Por último, La metamorfosis puede leerse como una parábola sobre la relación entre el hombre y Dios. Dios no es Padre ni Liberador, sino un repulsivo tirano que arroja sobre el ser humano el lastre de una culpabilidad infinita. Samsa es un nuevo Prometeo, que se rebela contra la opresión divina. Su gesto le cuesta la libertad y la vida. Kafka se interesó por el filósofo Martin Buber, el hasidismo y el teatro yiddish, pero su racionalismo le impidió sucumbir a las trampas de la fe.
La primera traducción al castellano de La metamorfosis sigue envuelta en el misterio. En 1938, apareció una versión de Jorge Luis Borges. Durante mucho tiempo, se creyó que era la primera traducción, pero ahora sabemos que en 1925 apareció en la Revista de Occidente (nº 18-19) una versión anterior. De carácter anónimo, hoy se cree que su autora fue Margarita Nelken, diputada socialista durante la Segunda República, notable feminista y descendiente de judíos alemanes. Estudios posteriores sugieren que no tradujo el texto directamente del alemán, sino que se apoyó en la traducción francesa, lo cual explica que escogiera como título La metamorfosis y no La transformación. El traductor francés hizo un guiño a Ovidio, ignorando el propósito real de Kafka, que deseaba destacar el cambio interior y exterior del personaje. Borges aclaró más adelante: “Yo no soy el autor de la traducción. […] Lo que sí traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen publicado por la editorial Losada”.
Actualmente, el lector dispone de excelentes traducciones del peruano Juan José del Solar (Gredos, 2011) y Guillermo Lorenzo (Funambulista, 2005). Personalmente, aconsejaría que esas versiones se complementaran con Kafka, el cómic de Robert Crumb y David Zane Mairowitz (Ediciones La Cúpula, 2010). Crumb, uno de los creadores del cómic underground, ha logrado plasmar el mundo interior de un hombre cercado por el desamparo, la angustia y el suave anhelo de la muerte. “Hay esperanza”, le confesó una vez a Max Brod, “pero no para nosotros”. Kafka pensaba que Dios era un demiurgo malvado y el mundo su pecado original. Morir es la única salida para esta pesadilla. “Nunca viviremos juntos, ni compartiremos juntos, cuerpo con cuerpo, la misma casa, ni nos sentaremos a la misma mesa, nunca, ni siquiera en la misma ciudad”, escribió Kafka a Milena, “[pero] en lugar de vivir juntos, por lo menos podremos tendernos, felices, el uno junto al otro para morir”.