¿Hay inflación de opiniones?
La incertidumbre generada por la pandemia se ha multiplicado ante la falta de referentes claros desde el ámbito científico e intelectual. ¿Hay inflación de opiniones? ¿Nos guían o nos confunden más? Fernández Mallo y Javier Gomá tercian en esta escalada
23 noviembre, 2020 10:46Agustín Fernández Mallo
Físico y escritor
Pensamiento mágico
Hay falta de educación respecto a qué es la ciencia, nuestros sistemas educativos fallan ahí estrepitosamente. No en las explicaciones técnicas de los fenómenos naturales, sino a la filosofía que asiste al proceso de investigación. Es común pensar que la ciencia sirve a las sociedades “porque dice verdades incuestionables”, pero su realidad filosófica es justamente la contraria: la ciencia es útil porque nunca es verdad del todo, en cualquier momento admite que puede ser refutada. Lo único que no puede ser refutado, lo único que siempre es verdad, son las religiones, la fe y lo que la antropología denomina pensamiento mágico, pero por eso no dicen nada nuevo del mundo, no ensanchan nuestro conocimiento: te las crees o no te las crees. Dicho de otro modo, la ciencia es el mejor modo de conocer nuestro entorno porque sus resultados siempre están sujetos a una probabilidad. Esto es pensamiento crítico versus pensamiento mágico. Incluso existe la probabilidad de que una manzana en vez caer, ascienda. Es ínfima, pero ahí está.
El asunto de la probabilidad es fundamental porque entronca directamente con el modo en que una sociedad asimila cuanto le rodea, a quién le pide cuentas emocionales, económicas y políticas. Las explicaciones que acerca del COVID dan científicos e intelectuales no son vagas; es un asunto con arcos de probabilidad tan amplios, en los que intervienen tantas variables, que no pueden ajustar más sus resultados. El aludido nefasto sistema educativo, y con independencia de que sea socialdemócrata o liberal, conduce al ciudadano a pensar que la ciencia ha de dar soluciones inamovibles, como si trabajara con tablas de la ley en lugar de con organismos vivos, sujetos a la contingencia y a la complejidad de aquello que se mueve en tiempo real. Las personas queremos certezas; cuando no las obtenemos allí donde creemos que se hallan, se genera impotencia y frustración. Del mismo modo que la educación se contagia, también la analfabetización es viral –por ejemplo, con el uso de la desinformación–.
Las explicaciones que acerca del covid-19 dan científicos e intelectuales no son vagas; es un asunto con arcos de probabilidad tan amplios que no pueden ajustar más sus resultados
Quizá deberíamos cambiar el modo de enfocar el problema, y en lugar de pensar en exigencias deterministas (no realistas), pensar en términos de probabilidades y de estadística; de este modo, además de tener más elementos objetivos para concebir estrategias ante contratiempos, también se rebajaría el nivel de angustia ante lo desconocido, y por lo tanto se reducirían reacciones histéricas –gente que se salta las normas COVID “porque ya no puedo más”, etc.–, que no son sino proyecciones ante la incertidumbre de fantasmáticos escenarios futuros. A eso hay que sumar algo que ya sabíamos pero que no se había manifestado con toda su potencia, y que también tiene que ver con la educación: la imposibilidad de una parte de la población para construir una vida al margen del estricto consumo de bienes. Nunca como hasta ahora se había visto la importancia de una educación encaminada a proveer de herramientas al ciudadano a fin de que pueda experimentar un ocio que no sólo consista en depender 100 % de los demás, entender que la socialización también es desarrollar mundos propios, al margen de otros dictados.
Javier Gomá
Filósofo y dramaturgo, director de la Fundación Juan March
Docta ignorancia
En esta crisis hemos echado en falta de todo menos las opiniones, que han corrido copiosamente. Los medios de comunicación necesitaban contenidos y los opinadores se declaraban disponibles, incluso un tiempo estuvieron encerrados en casa por imperativo legal, así que imaginen la inflación opinativa (quien esto escribe se confiesa un inflacionista más). Otra cosa es que dichas opiniones nos hayan parecido útiles. Me divierto repitiendo que no ha habido nada más reconfortante que la opinión de un científico y nada más desasosegante que la de dos científicos o más. Si hubiera al menos alguna semejanza entre lo que sueltan nuestros expertos en salud… Yo me infecté, ¿puedo reinfectarme, doctor? Respuesta: no, sí, puede que no, aunque no excluyo el sí, pero más bien no, vaya usted a saber. Otra: me he infectado, ¿cuándo termina el confinamiento, doctor? A los catorce días. No, diez. A contar desde el día de la infección; no, desde los primeros síntomas, o desde la PCR. Así todo.
La ciencia nos ha proporcionado un espectáculo poco edificante en el momento en que más certidumbre necesitábamos. También la obnubilación del intelectual en esta crisis ha sido morrocotuda
La ciencia, o los que hablan en su nombre, ha proporcionado un espectáculo poco edificante en el momento en que más certidumbre necesitábamos. ¿Y el intelectual? Alguna vez lo he definido como el individuo que reúne dos elementos: ser especialista en una materia, la que sea, y al mismo tiempo capaz de articular un discurso dirigido a la generalidad de la gente. La obnubilación del intelectual en esta crisis ha sido morrocotuda y su discurso no siempre ha sonado bien, como si tocase de oídas. Normal, la nubosidad de sus ojos obnubilados viene de la propia pandemia, que ha revuelto todo nuestro tinglado como haría un Ares furioso, dios de la guerra. No sólo ha estragado nuestra salud, arruinado los negocios y cerrado la puerta de la cultura, sino que nos ha enajenado provisionalmente la alegría de vivir y atascado el entendimiento. Como nadie sabe nada, lo único seguro ahora es imitar al cusano y practicar una docta ignorancia.
Todos queremos lo mismo: que la maldita pandemia desaparezca. Luego en la solución no debería haber diferencias, sólo medidas acertadas o desacertadas. Si se ha probado que una medida combate eficazmente el virus, hay que adoptarla incondicionalmente: es demasiado importante lo que está en juego. Pero, salvo la necesidad de la mascarilla para no infectarse y el aislamiento para el ya infectado, apenas hay certezas. Dada esta ignorancia, lo más docto sería fiarnos de la prudencia, virtud política por antonomasia desde Aristóteles. En caso de duda, la prudencia recomendaría adoptar la medida menos perjudicial para economía y cultura. Meridiano, ¿no? Pues no: hemos visto cómo gobiernos autonómicos han tomado medidas extremas en el presupuesto implícito de que lo que es brutalmente contrario a la economía y la cultura –como el confinamiento domiciliario– debe de ser beneficioso para la salud. No sé nada, se dirá el presidente autonómico de turno, pero nadie podrá acusarme de indecisión o falta de liderazgo.
Conste que a mí la ignorancia no me ha impedido opinar interminable, agotadoramente. Es uno de mis grandes privilegios.