Luna Miguel
Poeta y editora
Oro parece
Cuando hablamos de “libros y followers” se me vienen a la cabeza muchas prácticas maliciosas de nuestro sector, y casi todas tienen que ver con la mala interpretación de lo que es la gallina de los huevos de oro. Me explico: hace ya al menos cinco años que periodistas, editores y escritores perdimos la cabeza con los fenómenos de cantautores, raperos y slamers que, visto su éxito en distintas plataformas digitales y redes sociales, empezaron a autopublicarse libros, y después a ser fagocitados por editoriales pequeñas, y más adelante por grandes grupos, o por sellos creados exclusivamente para imprimir y grapar todo aquello que en Instagram superase los veinte mil seguidores y en su biografía pusiera “poeta” –y aunque ni los seguidores fueran reales, y la poesía brillase por su ausencia, como se ha visto con todo el tremendo temita del premio Espasa de Poesía.
Era un fenómeno sorprendente porque por primera vez la palabra poesía tenía su reverso comercial. El género corona de la marginalidad contaba ahora con sus hermanastros relucientes, con todas esas chicas y chicos que a fuerza de narrar sentimientos amorosos y de versificar sensaciones súper universales, conectaron con un público muy joven y abrieron una nueva ventana al mercado, lo cual no tenía por qué ser algo malo, si no fuera por nuestra manía por llevarlo todo hacia el peor de sus extremos.
"En vez de un panorama rico en poetas diversos y nuevos lectores, lo que tenemos es un puñado de nuevos autores obsesionados con ganar followers de la manera que sea."
La gallina de los huevos de oro ahora era el verso sencillo, “urbano”, “desenfadado”, “rimoso”, “tatuable” –¡hasta “intensito”, lo llamaron– como antes lo habían sido los autores de viñetas y cómics costumbristas, los ensayos sobre feminismo escritos en primera persona por famosas, las novelas en tapa dura a lo Blackie Books, los vampiros cachondos o las biografías ilustradas de grupos musicales, por poner algunos ejemplos muy dispares y muy reconocibles con los que la industria ha sobrevivido durante los años más difíciles para la misma.
El verdadero problema con esta gallina es que –como suele pasar cuando hacemos las cosas sin pensar en el largo plazo, y sin cuidar a los autores, y sin corregir sus textos, y sin pensar en hacer crecer a quien nos hizo crecer con su alcance y con sus muchísimas “k”–, finalmente hemos abusado de ella, le hemos manoseado el útero y nos hemos llevado violentamente los huevecillos amarillentos pensando que aquella cáscara era de oro, aunque ya ni siquiera brillara.
En vez de un panorama rico en poetas diversos y nuevos lectores para este género que tanto los necesitaba, lo que tenemos es a un puñado de nuevos autores obsesionados por ganar followers de la manera que sea; a un puñado de periodistas y críticos que a fuerza de centrarnos en estos circos nos hemos olvidado de mirar qué se escribe más allá –pienso en Rosa Berbel, en Juan Gallego Benot, en Elizabeth Duval, en Fran Navarro Prieto, o en otros tantos–; y a otro puñado de editores que se quedaron tan cegados por los followers de hoy, que se olvidaron de los lectores del futuro. Pues tanto oro parecía, que editar bien no era.
Lorenzo Silva
Novelista y editor
La puerta del horno
De los diarios de Robert Musil: “No se puede abrir la puerta de un horno en cualquier momento: explicación de por qué el trabajo, aun cuando progrese muy lentamente o no trabaje, no permite escribir ni siquiera una carta.” De los diarios de Franz Kafka: “Que salga el hombre. Respira el aire y el silencio.” De los diarios de Ludwig Wittgenstein: “Lo que mayor bienestar me produce es la soledad de mi cuarto. Allí vuelvo a recuperar el equilibrio.” De las declaraciones de estos tres autores, a quienes debemos algunos de los mayores monumentos de la literatura y del pensamiento del pasado siglo, se desprende la intuición de que, de haber vivido en este, habrían visto con cierta reticencia la idea de emplear su tiempo en mantener alguna red social.
En consecuencia, ello los colocaría automáticamente fuera del radar de esos editores que, según se dice y cada vez resulta más creíble, valoran a la hora de seleccionar un manuscrito para su publicación el número de seguidores que el autor acumula en Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, TikTok o –prodigio de la multitarea que a algunos nos resulta inimaginable– en todas ellas al mismo tiempo. Eso no quiere decir que este criterio deje fuera a todos los escritores de fuste. Haciendo un ejercicio de signo inverso no es difícil encontrar grandes autores que quizá no habrían hecho ascos a bajar a la arena de las redes.
Entre mis admirados, pienso inmediatamente en Raymond Chandler: “Espero que algún día se me conceda la oportunidad de insultar a ese patán de Wilson” (de su correspondencia, sobre su odiado crítico Edmund Wilson). De haber tenido Twitter, lo que le habría dado de sí, y para enriquecer, de paso, la historia del improperio literario. .
"Musil o Kafka, que imagino reticentes a emplearse en las redes sociales, estarían hoy fuera de los radares de esos editores que valoran el número de seguidores que un autor acumula."
De hecho, no tenemos que especular: hay entre nosotros escritores de valía que han encontrado en las redes un cauce de expresión y expansión, muchos entre los más jóvenes pero también algunos que se inician a edad avanzada. Y lo mismo puede decirse de ilustres autores foráneos. Valga como ejemplo la efusiva historiadora británica Mary Beard, que se ha revelado por añadidura como una eficaz comunicadora audiovisual, y en el terreno de la ficción pueden mencionarse casos como el del prolífico escritor de thrillers Don Winslow y el del creador de The Wire, David Simon, activos tuiteros ambos y nada remisos a la refriega –el primero inmerso en una cruzada contra el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y el segundo envuelto en fecha reciente en un agrio debate con un enjambre de tuiteros españoles que le rebatían sus opiniones sobre nuestra Guerra Civil–. Gracias a ello, experimentan un aumento sostenido de sus seguidores.
En todo caso, sus ejemplos no me sirven para convalidar el criterio editorial arriba expuesto. De ninguno de los que conozco son sus tuits lo que prefiero, aunque en alguno estén inspirados. Y como lector sigo necesitando a esos escritores que buscan la soledad de su cuarto, hacen sitio al aire y al silencio y, mientras se está cociendo su obra, dejan cerrada la puerta del horno.