Condenados. Malas noticias. Usted y yo estamos procesados. Y, lo que es peor, condenados. A muerte. La sentencia es durísima, y no tenemos la oportunidad de escucharla argumentada. Tampoco sabemos muy bien de qué y de acuerdo con qué Ley se nos acusa. Tampoco tenemos derecho a un abogado defensor competente. Estamos procesados, sí, y, como a Josef K., se nos permite vivir la vida, que es otro proceso –el de nuestros actos en un intervalo de tiempo cuyo momento final desconocemos–, antes de la ejecución, proceso en el que podemos llegar a pensar que alguna culpa hemos de tener por fuerza.
Franz Kafka dio en el clavo con El proceso (1925), la primera de sus tres únicas novelas largas, inacabadas y póstumas. Las otras dos fueron El castillo (1926) y El desaparecido (1927), esta última, muy distinta a las anteriores, también conocida como América merced a Max Brod, el amigo que contravino el deseo del autor de que no se publicaran. Franz Kafka (1883–1924) dio en el clavo, sí, y se habría quedado corto si se interpretara El proceso, como hacen algunos, como una advertencia sobre el Leviatán totalitario, sobre el Estado omnímodo que acorrala, minimiza y devora al individuo.
El praguense, más allá, acertó a fijar la vida misma como un inextricable, incomprensible y angustioso laberinto de sinrazones del que nadie da explicación nítida y que desemboca en un destino fatídico. Con El proceso se lanza una bomba de espoleta retardada que explotará con el Teatro del Absurdo y con su pariente filosófico, el Existencialismo.
El padre. Haber fraguado lo que todos conocemos como lo kafkiano –expresión incorporada al habla corriente–, la situación indiscernible e inviable de un hombre común –el viajante de La metamorfosis (1915), el bancario de El proceso, el agrimensor de El castillo…–, envuelto y zarandeado de improviso –al despertar del sueño nocturno, en los dos primeros casos– por una fuerza invisible, poderosa y misteriosa que le aboca a un callejón trágico y sin salida, es, sin duda, el mérito indeleble y perenne del escritor, al margen de las muchas virtudes del resto de su muy fragmentada literatura.
Pero leer El proceso no es fácil –menos aún, leer El castillo–, como no fue nada fácil para Kafka escribir a trompicones y de forma dispersa estas dos obras inconclusas por las fatigas y malestares de su vida laboral, sus conflictos identitarios, sus achaques de salud, sus devaneos amorosos, su nuclear desasosiego con su padre…
Para Saramago, la inaccesible Ley de 'El proceso' no es sino un trasunto de la tiránica autoridad del padre de Kafka
Para José Saramago, la inaccesible Ley de El proceso no es sino un trasunto de la tiránica autoridad del padre de Kafka. Y tampoco es fácil –tiende a imposible– acotar la itinerante peripecia de Josef K. y su relación con un considerable número de personajes de muy diferente cariz y en un variado conjunto de localizaciones, a la caja de un escenario. Lo intentó, entre nosotros, Manuel Gutiérrez Aragón en 1979, siguiendo a Peter Weiss, y lo intenta ahora mismo Ernesto Caballero en el María Guerrero, con algunos logrados momentos plásticos –entre un excesivo trajín de los módulos del minimalista decorado–, pero la función resulta plana, discursiva y, paradójicamente, sinóptica.
Se hace imposible haber visto la costosa, imponente, expresionista, barroca y cuasioperística versión fílmica de El proceso (1962), de Orson Welles, y conformarse después con un apretado resumen del argumento. Es injusto comparar los medios y posibilidades del cine con los del teatro de corto presupuesto, pero es inevitable lamentar las diferencias.
Cuentos. Borges, traductor y gran admirador de Kafka, dijo con rotundidad preferir sus cuentos a sus tres novelas largas. Y no cuesta compartir esas preferencias, añadiendo al lote sus diarios y sus cartas. Casi mejor degustar leyendo la intensa brevedad de Ante la ley (1915), el cuento del guardián y el campesino que primero Kafka publicó de forma independiente y luego acabó insertando, como joya brillante y metafórica, en El proceso que escuchar su esquinada narración oral sobre la escena.