Cómo dejar de escribir
Eloy Tizón
A Esther García Llovet le atraen las mezclas. Un restaurante filipino empotrado en los bajos de una torre de oficinas. El olor del fideo frito y de la sartén grasienta. Los coches viejos con radiocasete, la chatarra, las películas de kung-fu en programa doble, las lavanderías, el lujo venido a menos, la música disco del karaoke con su bola de espejos kitsch lanzando destellos plateados. O yo imagino que le atraen.En su prosa nerviosa y ambulatoria, hecha de idas y venidas, pura energía flâneur, su engañosa ligereza va rapeando un sueño que se desplaza desde el centro a la periferia norte de la ciudad, donde las calles se desdibujan en una suerte de pradera sioux, solares de Chamartín, vertederos, colonias de chalecitos de Arturo Soria, Costa Fleming, Padre Damián, Profesor Waksman, el mítico Jumbo (hoy disfrazado de Alcampo) de Pío XII, la bellísima silueta de la piscina Stella y más allá, hasta topar con "la empalizada salvaje de la M-30". Una ciudad toda ella coda y submáquina.
Sus dos protagonistas, Curto y Renfo, son los Vladimir y Estragón de nuestro tiempo de crisis económica que iba a ser breve y pronto cumplirá una década a pleno rendimiento. Frente a la posverdad de la macroeconomía y el novelón por entregas, García Llovet reivindica (o ni siquiera eso: respira) la picaresca punk en canciones de apenas dos minutos, la ética quinqui del trapicheo, del ir tirando como se pueda, la pizza congelada y la fritanga de calamares, las adidas sin cordones y salir pitando ya mismo, mejor cuanto más lejos. Tiene un ojo sobrenatural adiestrado para cazar al vuelo la baratija y el sucedáneo de lentejuelas, la purpurina de unas vidas accidentadas donde sin embargo hay amor, hasta que la novela se cierra, todo se cierra o se abre, "dejando atrás el holograma de su belleza, y es que eso es la belleza, lo que se piensa otra vez". n