Marta Sanz

La sexualización de la tecnología y la tecnologización del sexo precipitan el envejecimiento (¿prematuro?) de los escritores nacidos en los sesenta. La televisión a la carta, la obsolescencia electrodoméstica y la nube nos han pillado a una edad en la que todo nos cuesta más trabajo y nos angustiamos con asuntos que para otros más jóvenes son una nimiedad. Cuando tengo un problema con mi ordenador o con esos softwares que me esclavizan más que me liberan, pero a los que no renuncio por imperativo del universo, llamo a mi prima treintañera e informática. Mi impotencia y mis pocas ganas de aprender (vulnerabilidad tecnológica) me envejecen de golpe. Me veo con cachaba preguntándome si esos saberes analógicos que cultivé durante mi corta-larga vida servirán para algo. Si nos vamos a convertir en figuras del museo de cera, petrificadas damas de Elche, residuo fósil...



El envejecimiento koyaanisqatsi se subraya con la comercialización de la nostalgia que nos corresponde: recreaciones televisivas de esa cultura de los ochenta que nos pilló casi adolescentes; bancos que nos venden un plan de jubilación con la imagen de Vicky el vikingo… Esa manera de meter el dedo en la herida contrasta con el peterpanismo de muchos escritores: hace meses -ay, cómo pasa el tiempo- Martín Casariego, Rafael Reig y yo fuimos invitados al Hay Festival de Xalapa para apadrinar a una generación de autores nacidos en los ochenta. Martín apadrinó a Daniel Gascón, Reig a Aixa de la Cruz y yo a Cristina Morales. Mientras sostenía sobre la pila bautismal la cabecita de Cristina, vi en la pantalla de mi infrautilizado i-phone cómo la cara se me llenaba de arrugas y se me retorcía el colmillo. Me percaté de que no era una joven promesa, pero no escribí un tuit: me fui a la cantina con Martín y Rafael.