López Lam, este peruano transterrado a Valencia hace unos años, y uno de los impulsores capitales de esa interesante iniciativa que son las Ediciones Valientes, ha publicado ahora su primer álbum "formal" en el que recopila cuatro historias, a cual más apasionante (aunque, sin duda, las de mayor ambición son la que da título al libro y la denominada "¡Déjalo ya!"), que tienen en común la compleja y siempre equívoca topografía de los afectos juveniles en el marco de un Perú que ejerce como corruptor de los mismos y con el que la memoria del autor mantiene una relación escéptica y ambivalente.
Hastiado como estoy, a qué engañarles, del retrato de impresiones personales de una palmaria simplicidad, que algunos confunden con una suerte de minimalismo, reconforta encontrar en un historietista contemporáneo una relación tan carnal con el relato ("Toda ficción", nos dice en una viñeta, "es un gran amor; duran lo que deben durar: 300 páginas o 180 minutos. Empiezan y terminan y se conservan en la ficción"), relación que por momentos me hace evocar la que poseía en sus relatos para "El Víbora" el malogrado Alfredo Pons, uno de nuestros más capaces escritores de tebeos en explicarse, y de paso explicarnos, la índole sustantiva de la vida.
Sin alharacas, con una estética expresionista en perfecta armonía con el sincero desgarro que viven sus protagonistas, coherencia también muy de agradecer, López Lam se acoge a una escritura que bebe con codicia de la palabra oral para que el coro de voces que nos propone, tintado con la jerga coloquial de su patria, penetre en todos los resquicios de una meditación siempre universal y siempre desasosegante sobre las zonas umbrías de cualquiera de nosotros.
Decía Cortázar, que había aprendido la lección del maestro Hemingway, que los relatos breves deben ganar al lector por knockout, resultado que aquí se alcanza (aquí, pero también en aquella historia de ocho páginas, "Noche de San José" que en el 2012 publicó el fanzine Kovra), para lo cual nada mejor que huir de los regalos que nos pueda otorgar la improvisación.
La única exigencia que el autor nos plantea como lectores, y no es poca en estos tiempos, es la de la paciencia. "Un buen libro", escribe en otra viñeta, "debería ser consumido poco a poco. Con un fervor ascendente, en picos intensos y pasajes relajados, como follar: con intimidad y pasión". Y así es como debería hacerse la lectura de este álbum, en el que la evocación de las fragilidades de Lucía, Tilsa, Marco, Constantino, Daniel, Carlos, Arturo, Cecilia, Sandra u Óscar, todos tan cercanos y afines al término de nuestro encuentro con ellos, fluye a veces como un torrente impetuoso y a veces se remansa durante viñetas y viñetas para que el silencio también tenga su voz en esta lección de dramaturgia.
Si no fuera porque resulta políticamente incorrecto en estos tiempos, bien podría traer aquí a colación la distinción entre "lector hembra" y "lector macho", a menudo malinterpretada, que hacía el creador de Rayuela al respecto del menor o mayor grado de colaboración de éste con el escritor.