Ignacio García May
En los debates políticos suele colarse la invocación de la Cultura, con mayúscula, como si ésta constituyera una dimensión independiente y superior de la realidad desde la cual, y en virtud de esta autonomía, pudieran emitirse veredictos siempre justos y objetivos.
Es mentira: la cultura cuesta dinero y alguien tiene que pagarlo, y quien lo hace no desea justicia ni objetividad, sino imponer su propia visión del mundo. Algunos profesionales son conscientes de ello y se alinean con el lado del que más cerca se sienten o del que mejor les paga. Pero también hay muchos ingenuos peligrosos que creen ciega, estúpidamente, en la suprema pureza e independencia de la Cultura: constituyen la perfecta carne de cañón de la
kulturkampf. Este término alemán no es caprichoso: la Tercera Guerra Mundial no necesita los misiles coreanos para dar comienzo porque empezó hace ya mucho y sus armas no son las balas sino la información; esto es, la cultura. Como elemento fundamental de esta conflagración, a lo largo del siglo XX se forjó el mito del intelectual, el artista metido a opinador político. Pero esta figura apareció única y exclusivamente porque los bloques políticos la necesitaban (y la utilizaban) como altavoz de sus propios intereses. No eran emisores sino meros repetidores. Se invirtieron millones en la creación del mito cultural, levantando con ello una burbuja artística similar a la inmobiliaria. Sin embargo, los intelectuales, pagados de sí mismos, creyeron que su importancia era real. Ahora que las circunstancias de la guerra han cambiado ya no es posible mantener el tejido. La burbuja se hace patéticamente evidente.