Los Albertis de Alberti
Alberti, por Ulises
Alberti, Mar y tierra, qué sorpresa,libro robado en una librería,
me nutría de Alberti como fruta,
como pescado crudo,
como sangre.
Alberti, el alhelí, mano robada,
perfumaba mi cruel adolescencia
con los versos de Alberti, masticados.
Me nutría de flores, de altas albas.
Me nutría de libros malrobados,
me nutría de Alberti, el 27,
pegaba el estirón, pintaba versos,
Alberti, qué manigua de sabores,
qué nutricio poeta
en la postguerra.
Siglos más tarde se acercaba a España,
sus mambos de palmeras comestibles,
traía una riqueza de frutales
en sus mambos de poeta americano.
Y pasaron más siglos y fui a Roma,
le visité allá en el Trastevere,
y cenábamos juntos, camisetas,
barrio de los tenores y los pobres.
Roma le había hecho suyo, le aureolaba de Italias
su elocuente melena,
melena de Bernini descreído,
barroco viejo vegetal y vivo,
el antivaticano con sus novias,
cenábamos naufragios de percebes
bajo la noche grande y pecadora.
Alberti, al fin España,
qué te trae por aquí, viejo maestro.
Le traía la marea de la vida,
un comunismo que perdía las puertas,
un comunismo que lloraba a espuertas.
Subió al acantilado de los teatros,
se despeñó contra la dramaturgia,
no estaba Federico para oírle
y me habló de volverse a su honda Roma,
el volcán apagado
de donde un día surgió el Renacimiento.
Pero el final estuvo siempre aquí,
la arboleda perdida,
el cementerio de su generación,
y errábamos con él por las Españas
sin encontrar el alba, el alhelí.
Vivió sobre los ángeles, murióse,
hablábamos de Roma, la del cielo,
y yo era el Habichuela, sin guitarra,
reescribiendo las coplas del maestro.
Le presenté a Camilo,
fuimos a la Academia a mear un rato,
cumplió con su deber,
gran académico,
y se ascendió a los cielos, como un ángel meón,
dejándonos aquí
un reguero de urea y tantos versos.