La tercera España de R. A.
Alberti a su llegada a españa en 1977
El Alberti de 74 años que aterrizó en Madrid en 1977 era casi una figura mitológica, un superviviente de la Edad de Plata de nuestras letras, un emblema de la resistencia, el compromiso y la fidelidad ideológica. Alberti nunca fue un conformista y, desde luego, no se iba a resignar a vivir exclusivamente de su pasado, por muy orgulloso que estuviera de él. Cuando llegó a España su plan era publicar un libro, Amor en vilo.
Cuando regresó a España, tras treinta y ocho años de exilio en abril de 1977, Alberti era un auténtico mito civil, un hombre que había vivido en primera persona y desde el centro de la diana todo lo bueno, malo y regular que ocurrió en el arte, la política y la Historia de España durante el siglo XX, desde el nacimiento de la Generación del 27 a la llegada de la República, la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes, la Guerra Civil, la esperanza comunista, el infierno de los dos fascismos o el destierro interminable de las víctimas del Funeralísimo, como él lo llamaba; un hombre, además, que había sido compañero y cómplice de García Lorca, Picasso, Neruda y un larguísimo etcétera en el que se engloban, en mayor o menor grado, todos los grandes creadores de su época; y un hombre que había escrito alguno de los mejores libros de la poesía contemporánea, de Sobre los ángeles a Baladas y canciones del Paraná, Retornos de lo vivo lejano, Sermones y moradas, Cal y canto... El Alberti de 74 años que aterrizó en Madrid –una ciudad de la que había huído a los 37–, el 27 de abril de 1977, era casi una figura mitológica, un superviviente de la Edad de Plata de nuestras letras, un emblema de la resistencia, el compromiso y la fidelidad ideológica y, por añadidura, el puro arquetipo del poeta, con su melena blanca, su ropa inconformista, su manera de recitar tan antigua y tan conmovedora. La suma de todo eso hizo de Alberti una celebridad, y no había un rincón de España donde la gente no lo reconociera.
Sin embargo, Alberti era también un desconocido. La mayor parte de sus obras se había publicado en Buenos Aires y que todas ellas estuvieron prohibidas por la viscosa censura franquista. La tarea prioritaria que debió emprender el poeta, aparte de presentarse como candidato por el PC a las primeras elecciones democráticas y obtener en el Parlamento un escaño, fue publicar para los lectores españoles, por primera vez, su valiosa obra del exilio. Las personas que sólo repararon en el escritor famoso, lo redujeron inmediatamente a los estrechos límites de tres o cuatro tópicos: el escritor comunista; el poeta en la calle que se enorgullecía de sus ripios políticos; el provocador que presidió junto a la Pasionaria la primera sesión del nuevo Congreso o el viejo lobo de mar implicado en ciertos líos de faldas. Los lectores más atentos supieron rápidamente lo que tenían entre las manos: a un poeta esencial.
Alberti nunca fue, sin embargo, un conformista, y desde luego no se iba a resignar a vivir exclusivamente de su pasado, por muy orgulloso que estuviera de él. Cuando llegó a España, su plan era publicar un libro, Amor en vilo, que le había escrito a la segunda mujer más importante de su vida, tras la extraordinaria María Teresa León, la bióloga catalana Beatriz Amposta, de la que se había enamorado unos años antes en Roma. Amor en vilo, donado mediante acta notarial a Amposta, no salió a la luz en aquel momento por diversas discrepancias entre Alberti y su novia que creo haber pormenorizado en mi libro A la sombra del ángel (13 años con Alberti) y ya no creo que llegue a publicarse si es cierto que alguien hizo firmar al poeta en sus últimos años de vida un segundo documento por el que se prohibe la edición del hermoso Amor en vilo, que conozco bien porque el propio Alberti solía leerme esos poemas cada noche.
El caso es que, al no poder publicar la nueva obra, Alberti dio a la imprenta, en 1980, un volumen misceláneo llamado Fustigada luz, que pese a incluir un número de poemas interesantes no era, ni mucho menos, el gran libro del maestro en su retorno.
El problema se resolvió a lo grande dos años después con la aparición de Versos sueltos de cada día, que es la gran obra del regreso del escritor gaditano junto con el segundo y último tomo original de La arboleda perdida. En A la sombra del ángel (13 años con Alberti), he contado minuciosamente las vergonzosas manipulaciones y censuras a que fue sometido ese segundo tomo de la autobiografía de Alberti tras su boda, en 1990, como también la desaparición –al menos hasta hoy– de gran parte de su legado, los cientos de obras de arte, manuscritos y diversos objetos que iban a formar la Fundación Alberti, y remito al lector interesado a ese libro, para no tener que llenar esta nueva página de oscuridad y lobos.
Versos sueltos de cada día es un largo poema sin principio ni fin en forma de diario, una agenda abierta donde Alberti descubre una poesía nueva en él, quizá sólo insinuada en Pleamar, sencilla y profunda, hecha de apuntes rápidos, versos confesionales y desnudos de artificio, llenos de encanto, plenos de sinceridad. Versos sueltos de cada día es también una autobiografía en verso que nos deja ver la vida de Alberti en su retorno a España, sus continuos viajes, sus conferencias, los reencuentros con los viejos amigos, la existencia entre las multitudes y la soledad del autor de Entre el clavel y la espada. En 1983, tras una pequeña batalla campal entre sus partidarios y detractores, Rafael Alberti recibió el Premio Cervantes. En su discurso de aceptación, leyó ante los reyes un texto donde afianzaba su fe republicana e iba nombrado uno a uno, a todos los escritores muertos en el exilio.
Sin embargo, sus últimas palabras fueron para la reina Sofía, a la que dedicó unas líneas de Lope de Vega algo modificadas para la ocasión: “Esta Reina se lleva la flor,/que las otras no./Esta Reina tan garrida,/por Mayo más que florida,/la Rosa más escogida/de todo el vergel en flor./Esta Reina se lleva la flor,/que las otras, no”. siempre he considerado ese discurso valiente y educado del viejo león comunista que era Rafael Alberti, un símbolo de la reconciliación nacional y una prueba de que el país había alcanzado, tras los cuarenta años del crimen, la libertad y la democracia. Tras la España luminosa de los años veinte y los primeros treinta y la España terrible de la Guerra Civil, Alberti conoció una tercera España a su regreso de Roma, la España de la transición, la pluralidad y los derechos constitucionales. Creo que en esa tercera España fue feliz, ganó el respeto, la admiración y el cariño de casi todos y estableció para siempre la reputación que le corresponde: la de uno de los más grandes poetas contemporáneos.