Las memorias definitivas de Michael Jordan
Adelantamos las primeras páginas de 'Air', la historia de la estrella de la NBA escrita por el Pulitzer David Halberstam
18 agosto, 2020 14:061
París, octubre de 1997
En el otoño de 1997, Michael Jeffrey Jordan, que antes vivía en Wilmington, Carolina del Norte, y ahora en Chicago, Illinois, llegó a la capital de Francia con su equipo, los Chicago Bulls, para participar en un torneo de pretemporada, organizado por McDonald’s, que era una de las principales empresas patrocinadoras de Jordan y, además, un patrocinador muy importante de la Asociación Nacional de Baloncesto. Aunque reunió a varios de los mejores equipos europeos, el torneo no fue, desde el punto de vista del nivel de juego, muy competitivo para un equipo estrella como los Bulls. Ya se sabía que no iba a serlo: formaba parte de un esfuerzo incesante y excepcionalmente eficaz de la NBA por exhibir el juego de sus equipos y a sus mejores jugadores en partes del mundo donde el baloncesto estaba adquiriendo popularidad, sobre todo entre los jóvenes. También se hizo en gran medida porque las empresas patrocinadoras estaban encantadas de abrir y consolidar mercados en puntos decisivos de todo el mundo. No es de extrañar que los jugadores americanos no se tomaran muy en serio la competición. (Tampoco los comentaristas deportivos se la tomaron muy en serio. Cuando unos años antes los Celtics participaron en ese mismo torneo, su cronista habitual, Johnny Most, un hombre que no siempre recordaba los nombres de los jugadores americanos, se rindió por completo y los aficionados de Boston tuvieron que conformarse con cosas como «y el bajito del bigote se la pasa al alto barbudo…»).
Los Bulls llegaron para jugar el campeonato «hamburguesero» del mundo como solían hacer por entonces, con el mismo aparato que los grandes grupos de rock cuando iban de gira. Eran los Beatles del baloncesto, había dicho un periodista años antes, y de hecho volaron en el 747 utilizado normalmente por los Rolling Stones para sus giras. Hubo un tiempo en que Michael Jordan había considerado Francia como una especie de refugio, un lugar al que podía ir de vacaciones y escapar del peso de la fama, sentarse en la terraza de un café y saborear su condición de turista anónimo. Su participación en el Dream Team estadounidense que había conquistado el oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona cinco años antes, y el consiguiente aumento de su fama internacional, habían acabado con aquello. Sus ingresos brutos se habían más que duplicado, pero había perdido el oasis parisino; ahora era tan reconocido y acosado allí como en cualquier otro sitio. Grandes multitudes lo esperaban a las puertas del hotel durante todo el día con la esperanza de echar un vistazo al hombre que los periodistas franceses calificaban como el mejor basketteur del mundo. En los partidos, los recogepelotas franceses parecían reacios a atender a su propio equipo y estar dispuestos a trabajar solo para los Bulls. Algunos jugadores franceses se dibujaron con tinta en las zapatillas el número de Michael, el 23, para conmemorar su roce con la grandeza. En Bercy, la cancha donde se disputaron los partidos, se vendían imitaciones de su camiseta por una cantidad equivalente a unos ochenta dólares.
«Jordan esperado como un rey», rezaban los titulares que anunciaron su llegada en el diario deportivo L'Équipe. Las entradas se estaban vendiendo desde hacía semanas y la prensa francesa parecía dispuesta a dar a Jordan el tratamiento de un jefe de Estado y a permitirle cualquier cosa. Cuando en una conferencia de prensa confundió el Louvre con el luge, un arriesgado deporte de invierno, nadie se burló de él, aunque era el típico error que podía cometer un americano y que los franceses habrían aprovechado con gran entusiasmo para poner en evidencia la barbarie del Nuevo Mundo. «Michael ha conquistado París», se podía leer en otro periódico, y un periodista añadió: «Los jóvenes parisinos que han tenido la suerte de entrar en el Bercy han debido de tener hermosos sueños, pues su héroe ha cumplido todas sus expectativas». Al advertir que Jordan llevaba su famosa boina, el periodista Thierry Marchand escribió con gran entusiasmo: «Deberíamos llamarlo Michel». France-Soir fue aún más lejos: «Michael Jordan está en París», decía. «Mejor que si fuera el papa. Es Dios en persona».
Los partidos no fueron precisamente buenos; la verdad es que resultaron más bien bochornosos. Los Bulls jugaron con lentitud, pero aun así vencieron al Olympiakos en la final. Los famosos compañeros de equipo de Jordan, Dennis Rodman y Scottie Pippen, no estuvieron allí, y Toni Kukoč, antaño el mejor jugador de toda Europa, consiguió cinco puntos. Jordan consiguió veintisiete, aunque no le gustó tener que jugar sin dos de sus compañeros de equipo más importantes. Más le hubiera valido quedarse en casa, ya que se le infectó un dedo del pie.
Jordan era muy consciente de que el triunfo en París le pertenecía menos a él que a David Stern, consejero general de la liga. El torneo no fue solo un mero reflejo de la creciente internacionalización del baloncesto, que Stern había contribuido a potenciar, sino la celebración de la conexión de la NBA con McDonald’s, una de las empresas americanas más importantes.
Stern, apoyado por casi todo el personal ejecutivo de la NBA y por multitud de directivos de McDonald’s, estuvo en la gloria. Allí se había reunido casi todo el que era alguien en el mundo del baloncesto. Hubo una excepción notable en la ausencia de Jerry Reinsdorf, el propietario de los Bulls, que rara vez aparecía en eventos como aquel. Stern había presionado a Reinsdorf para que acudiera y saboreara aquellas nachas, una palabra yidis que significa orgullo y alegría, pero aquella clase de nachas no atraían al propietario de los Bulls, un hombre que prefería su intimidad al discutible oropel y adulación de los que incluso un propietario podía disfrutar en ocasiones como aquella. Además, hubo muchas especulaciones de última hora entre la gente de la NBA sobre si acudiría otro de los vip, Dick Ebersol, el presidente de los programas deportivos de la NBC. Por todo París corrió el insistente rumor de que, aunque el campeonato de McDonald’s había coincidido con el inicio de la Serie Mundial, Ebersol, de cuyo corazón se decía que era más baloncentista que beisbolista, iba a acudir a París en lugar de sentarse en una tribuna para que sus cámaras lo captaran en la Serie.
Dada la relación simbiótica entre la televisión y los deportes más populares, era lógico que Stern y Ebersol fueran buenos amigos. Ebersol solía llamar «jefe» a Stern y este decía lo mismo de Ebersol. Stern era el más apasionado y sofisticado de los publicistas modernos, y la empresa de Ebersol era la que determinaba qué imágenes se mostraban a la nación. Stern comprendía algo que no todo el mundo de los deportes comprendía aún, que en la línea empresarial de ambos la imagen era más importante que la realidad. Controlaba muy de cerca la cobertura de la liga de su deporte, y a menudo se tomaba de manera muy personal cualquier desvío de los locutores y de sus cámaras que fuera en detrimento de la mejor imagen. De hecho, cuando ascendió por primera vez en la NBA, en una época en que la imagen de la liga era todavía muy negativa, se hizo famoso por llamar cada lunes a los ejecutivos de la cadena para quejarse de cualquier empeoramiento de la imagen que hubiera tenido lugar el domingo.
Tanto Ebersol como Stern tenían el mismo empeño en realzar el buen nombre y la imagen pública del baloncesto, sobre todo en lo referente a la conducta pública de sus mejores jugadores, y los dos hombres habían colaborado estrechamente en una aventura que había contribuido a aumentar de forma espectacular la popularidad del deporte y, con el tiempo, también los índices de audiencia. Que incluso se hubiera llegado a plantear que Ebersol arrinconaría la Serie Mundial para promover partidos de exhibición de baloncesto contra oponentes débiles en un país extranjero para ganar una copa financiada por una compañía de hamburguesas revelaba hasta qué punto había cambiado la suerte de los dos deportes en los últimos años. La Serie Mundial de aquel año, entre Cleveland y Florida, que estaba a punto de empezar, no parecía especialmente atractiva para la mayoría de los hinchas; parecía que faltaba el espíritu tradicional de rivalidad, o al menos cierto grado de antagonismo geográfico. Enfrentaba a un equipo de Miami, que pocos hinchas conocían, con un equipo de Cleveland que tenía talento pero poca publicidad. Ninguno de los dos equipos, desde el punto de vista del público deportivo general, tenía aún una personalidad propia. No había rivalidad, ni histórica ni geográfica, entre los dos conjuntos. Al final Ebersol se había quedado en América para ver la Serie. Stern se había burlado de él por ello: «Dick, si quieres quedarte en Estados Unidos para ver la Serie Mundial con menos público de la historia, allá tú», le había dicho. (Stern se equivocaba: la Serie Mundial menos vista de la historia fue la de 1993, cuando por primera vez la final de la NBA consiguió más audiencia que la Serie Mundial).
(...)
En aquel momento, con la temporada 1997-1998 a punto de empezar, Michael Jordan estaba en la cúspide de la fama. No solo era el mejor jugador de baloncesto del mundo, sino que había cierto debate sobre si era o no el mejor jugador de todos los tiempos. Una gran parte de la opinión experta creía que sí lo era. Y el asunto había rebasado la esfera del baloncesto: ¿era el mejor deportista de equipo de todos los tiempos? Se hicieron comparaciones con el legendario Babe Ruth, un beisbolista que se había situado muy por encima de sus mejores colegas. Por supuesto, las comparaciones las hacían sobre todo hombres que rondaban los treinta años, a pesar de que Ruth había muerto cuarenta y nueve años antes y había jugado su último partido en 1935.
Las comparaciones dentro del mundo del baloncesto eran igualmente difíciles de resolver. Por aquella época, los Bulls de Jordan habían ganado el campeonato las últimas cinco temporadas en que él había jugado la temporada completa, pero los Boston Celtics habían ganado once campeonatos en los trece años que habían tenido al gran Bill Russell, un pívot de más de dos metros, con una inteligencia excepcional e igual rapidez y potencia. Claro que eso había tenido lugar en una liga muy diferente, con muchos menos equipos, en la que el nivel atlético de muchos jugadores no alcanzaba el nivel de juego de años posteriores. Fue una liga en la que el hábil presidente de los Celtics, Red Auerbach, casi siempre esquilmaba a sus rivales y supo rodear a Russell de compañeros de equipo excepcionales. Por lo tanto, la cuestión Jordan-Russell quedó sin respuesta, aunque el cineasta Spike Lee, notable experto en baloncesto, puso sobre la mesa un argumento devastador: Jordan era el mejor de todos los tiempos porque era un jugador muy completo. No había nada que no pudiera hacer en la cancha: lanzar a canasta, pasar, coger rebotes, defender. En consecuencia, según Lee, cinco como Michael Jordan podrían derrotar a cinco como Bill Russell o a cinco como Wilt Chamberlain. Era una opinión fascinante, pues ponía sobre la mesa la idea del atleta total.
Tanto si era el mejor como si no, no había duda de que era el deportista más atractivo y carismático del mundo del deporte en los años noventa. Era el deportista al que la gente corriente de todo el mundo quería ver jugar, sobre todo en partidos importantes, porque siempre parecía capaz de estar a la altura.
Por entonces ya era rico. Se calculaba que la temporada anterior había ganado 78 millones de dólares entre sueldos y promociones, y la temporada entrante parecía prometer una cantidad parecida o superior. Iba camino de ser una empresa unipersonal y llamaba «mis socios» tanto a los propietarios del equipo en el que jugaba como a los presidentes de las compañías de zapatillas, hamburguesas y refrescos a las que representaba. Era posiblemente el americano más famoso del mundo, más famoso, en muchos lugares remotos del globo, que el presidente de Estados Unidos o que cualquier estrella del cine o del rock. Periodistas y diplomáticos americanos destinados a las zonas más rurales de Asia y África solían quedarse estupefactos cuando visitaban aldeas y veían niños con harapientas imitaciones de la camiseta de los Bulls que llevaba Michael Jordan.
Había muchos argumentos estadísticos sobre lo que había hecho Jordan por el baloncesto, sobre cómo su carisma personal había contribuido al sorprendente éxito y rentabilidad de este deporte. Naturalmente, gracias a los notables logros de Magic Johnson y Larry Bird, el deporte ya estaba en alza cuando la estrella de Jordan empezó a brillar, pero su llegada a los playoffs contribuyó en gran medida a aumentar la audiencia de los partidos, atrayendo al deporte a millones de personas que eran más seguidores de Michael Jordan que del baloncesto profesional. Los índices de audiencia televisiva aumentaron sistemáticamente en sus primeras apariciones en las finales, alcanzando un insólito 17,9 en su tercera aparición, contra Phoenix en 1993. Ese índice de audiencia equivalía a unos 27,2 millones de norteamericanos. Pero lo más interesante para Dick Ebersol era que ese porcentaje tan elevado se debía directamente a Jordan.
La televisión y la liga se dieron cuenta por las malas un año después, cuando Jordan se tomó una temporada sabática y los Bulls no llegaron a la final. Los índices de audiencia de casi todas las demás finales se mantuvieron más o menos igual, pero los de baloncesto cayeron bruscamente al 12,4, es decir, que las vieron solo unos 17,8 millones de americanos. Eso significaba que alrededor de la tercera parte del público había visto los partidos básicamente por Michael Jordan. Dos años después, cuando volvió al baloncesto y consiguió otros dos campeonatos para los Bulls, los índices de audiencia volvieron a subir a 16,7 en 1996 y a 16,8 en 1997, lo que equivalía a unos 25 millones de personas.
Cada vez se utilizaba más la expresión «the best who ever laced up a pair of sneakers» («el mejor que se ha calzado unas zapatillas») para describirlo. «Si Michael Jordan no es perfecto en su oficio», escribió Melissa Isaacson en el Chicago Tribune, «es la prueba más palpable que tenemos de que cualquier cosa es posible». Una y otra vez lo calificaban como el jugador más valioso de la liga, y en las finales siempre parecía capaz de ganar el campeonato liderando a un grupo de buenos compañeros de equipo, aunque no siempre extraordinarios. Al final de cada serie, se recompensaba al mejor jugador con un coche nuevo, y lo regalaba el mismísimo David Stern. En los últimos años, Stern adoptó la costumbre de decir que era el aparcacoches de Jordan.
Cada vez se usaba más la palabra «genio» para definir a Jordan. Harry Edwards, un sociólogo negro de la Universidad de California, en Berkeley, y un hombre que no se impresionaba fácilmente por las hazañas de los deportistas contemporáneos, estaba al tanto de que los triunfos de los deportistas negros ejercían una influencia impresionante en muchos jóvenes negros y los inducía a abandonar profesiones de otros campos. Sin embargo, afirmaba que Jordan representaba el nivel más alto del triunfo humano y estaba a la altura de un Gandhi, un Einstein o un Miguel Ángel. Añadía que, si le encargaran exponer ante un alienígena «el mejor ejemplo del potencial, la creatividad, la perseverancia y el espíritu humanos, le describiría a Michael Jordan». Doug Collins, el tercer entrenador profesional de Jordan, dijo una vez que Jordan pertenecía a esa rarísima categoría de personas que están muy por encima de la norma, hombres como Einstein y Edison, que eran genios reconocibles. Collins no había usado nunca esa expresión, desde luego no a propósito de un jugador. B. J. Armstrong, un dotado compañero de equipo de Jordan, frustrado durante sus primeros años con los Bulls por no poder estar al nivel de Jordan ni de sus supuestas expectativas, y creyendo que el juego era mucho más fácil para Jordan que para cualquier otro, había ido a la biblioteca a consultar una serie de libros sobre genios para ver si podía aprender algo sobre cómo vérselas con Jordan o ser como él.
Y cuando Jordan, tras su tercer campeonato, decidió retirarse, fue a regañadientes a contárselo a su entrenador, Phil Jackson, para quien iba a ser, evidentemente, la peor noticia. Señaló la posibilidad de su retiro, pero añadió que, si Jackson lo convencía para que se quedara, no se iría. Se lo comentó con cautela, temiendo que el siempre hábil Jackson pudiera convencerlo para que siguiera. Pero Jackson respondió astutamente que no intentaría hacerle cambiar de opinión, que Michael tenía que escuchar y hacer caso a su propia voz interior. No obstante, le recordó que estaría negando un gran placer a millones de personas si dejaba de jugar, porque tenía un don muy especial. Su talento, dijo Jackson, no era simplemente el de un gran deportista, sino que trascendía el deporte y se elevaba a una forma de arte. Su don estaba a la altura del de un Miguel Ángel, dijo Jackson, y por tanto, Jordan al menos tenía que entender que pertenecía no solo al artista, sino a todos los millones que estaban fascinados por su arte y que obtenían, en sus vidas generalmente definidas por lo mundano, un placer enorme con lo que hacía. «Michael», añadió, «el genio puro es rarísimo, y si has sido bendecido con él, tienes que pensarlo mucho antes de abandonarlo».
Jordan lo escuchaba atentamente. «Aprecio lo que dices», le respondió, «pero siento como si fuera algo que ya está hecho, que ha terminado». Finalmente hizo caso a su voz interior y se retiró, pero el hecho de que Jackson no se hubiera referido en aquel momento a sus propios intereses personales cimentó una relación ya de por sí estrecha, y en cierto modo ayudó a iniciar el proceso que un día aceleraría su regreso.
Lo que lo hacía especial era el efecto que producía, no tanto sobre los hinchas, sino sobre sus compañeros de equipo. «Es el hijo de Dios», dijo su compañero Wes Matthews en el primer año de Jordan, y hubo muchos jugadores con más talento que Matthews que estuvieron de acuerdo, aunque utilizaran palabras algo diferentes. Jayson Williams de los Nets lo llamó «Jesucristo con Nikes».
Jerry West, reconocido como uno de los cinco o seis mejores jugadores de todos los tiempos y que acabaría siendo entrenador de los Lakers, también se refería a él como a un genio, diciendo que era sorprendente lo completo que era, no solo como jugador de baloncesto sino como un hombre que, debido a su talento, estaba llamado a convertirse en la imagen pública de una liga antaño problemática. «Es como si un dios generoso hubiera rociado con más polvo dorado a Michael que al resto de los mortales», dijo.
Cuando Jordan ganó el segundo título para los Bulls, Larry Bird dijo que nunca había existido un deportista como Jordan. «En una escala del uno al diez, si las demás superestrellas tienen un ocho, él tiene un diez», adujo Bird.
«Michael Jordan», dijo el novelista Scott Turow, que vivía en Chicago, «juega al baloncesto mejor que los demás haciendo cualquier otra cosa».
Además de sus singulares dotes físicas, tenía una voluntad única de mejorar, una furia competitiva interior, una pasión imposible de igualar por ningún otro jugador de baloncesto. Esta realidad se hizo cada vez más evidente con el paso de los años. Al principio de su trayectoria, algunos observadores que alucinaban con el arte de su juego habían intentado explicar su trayectoria ascendente en el campeonato basándose en su talento; luego, cuando ya había recorrido mucho camino y ya no podía realizar muchos movimientos individuales que en otro tiempo lo diferenciaron del resto, saltaba a la vista que lo que de verdad lo distinguía era su indomable voluntad, su negativa a permitir que jugadores rivales o el paso del tiempo mermaran su necesidad de ganar. «Quiere arrancarte el corazón», dijo una vez Doug Collins, «y ponértelo delante». «Es Hannibal Lecter», dijo Bob Ryan, el experto en baloncesto de The Boston Globe, refiriéndose al cruel antihéroe de El silencio de los corderos. Y su propio compañero de equipo Luc Longley, cuando un reportero de televisión le pidió que describiera a Jordan con una palabra, dijo lacónicamente: «Depredador».
Al principio de la nueva temporada, que mucha gente creía que sería la última, Michael Jordan había dominado de tal manera el juego y la mentalidad de los hinchas americanos que los periodistas deportivos de todas las categorías empezaban ya a escribir artículos sobre quién sería el próximo Michael Jordan. Uno de los primeros artículos, escrito por Mike Lupica para Men’s Journal, había nominado como candidatos a Grant Hill de los Detroit Pistons, un joven talento tanto dentro como fuera de la cancha, aunque quizá no tan carismático como Jordan; a Kobe Bryant, la estrella adolescente de Los Angeles Lakers, quizá más fascinante que Hill pero con un juego por desgracia incompleto; y, por supuesto, a Shaquille O’Neal, el altísimo pívot de los Lakers, un joven con talento y potencia evidentes. Toda esta cháchara sobre el futuro Michael Jordan divertía mucho al Michael Jordan de siempre. «Aún sigo aquí», dijo a su amigo y entrenador Tim Grover. «No me voy a ninguna parte. Todavía».