Henri Bergson: una mística para nuestro tiempo
El filósofo, con una prosa de enorme claridad y belleza que le hizo ganar el Nobel de Literatura en 1927, reivindicó la importancia del espíritu y fascinó a escritores como Proust o Machado
Henri Bergson dedicó su vida a reivindicar el papel del espíritu en el despliegue del ser. Frente a los que proclamaban la muerte de la metafísica, asegurando que era un saber tan caduco y estéril como la teología, afirmó que los progresos de la ciencia solo mostraban su sentido último en la reflexión filosófica, un ejercicio de síntesis que elabora una perspectiva global, trascendiendo la inmediatez y la dispersión del dato empírico. Bergson no empleó el lenguaje especializado de los filósofos, sino una prosa de enorme claridad y belleza que le hizo ganar el Nobel de Literatura de 1927. Lejos de cualquier escolástica, su estilo combatió la esclerosis conceptual, sin renunciar al rigor. Su intención fue captar el movimiento sinuoso de la vida a partir de los últimos avances de la biología. La vida no es simple materia organizada por leyes. Hay un dinamismo interno que solo se revela a la intuición. La introspección no es una divagación subjetiva, sino un valioso camino hacia la comprensión del ser como totalidad viviente y en perpetua transformación. Bergson no quiso alumbrar un nuevo sistema filosófico, sino incrementar la inteligibilidad de lo real. Influido por el evolucionismo de Spencer, cuestionó el positivismo y la filosofía kantiana, recurriendo a imágenes poéticas, siempre más fluidas que los conceptos. Su beligerancia siempre fue elegante. En ella, apreció Merleau-Ponty una “rebelde dulzura”.
Bergson quiso demostrar que la auténtica vida está más allá de los símbolos, densos, estáticos e inflexibles. La existencia es duración, no un continuo espacio-tiempo. Solo podremos ser libres, si hacemos un esfuerzo y logramos vivir conforme al ritmo de la duración. En la duración está nuestro yo profundo, que no se halla sujeto a los determinismos que nos condicionan en la vida diaria. Los estados de conciencia no se suceden de forma lineal y homogénea. Son variables, heterogéneos, penetran unos en otros y cada uno expresa la totalidad del alma. La duración no es cuantificable. Creemos que es posible medir el tiempo porque lo proyectamos en el espacio, como hizo Zenón de Elea en sus paradojas. Somos duración, lo cual significa que somos un ser en progreso: cambio perpetuo. En su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889), Bergson señala que el positivismo no es fiel a los hechos. Altera la realidad para que su interpretación coincida con los instrumentos de medición del saber empírico. El tiempo de la mecánica es un tiempo espacializado. Hace coincidir el movimiento de un objeto en un espacio determinado con el movimiento de las agujas del reloj en un cuadrante. Ese procedimiento iguala todos los instantes, como si fueran unidades que se suceden mecánicamente, fragmentos homogéneos que desfilan a un paso uniforme. La conciencia no percibe así el tiempo, sino como rememoración del pasado y anticipación del futuro. Solo la conciencia es capaz de enlazar lo ya acaecido y lo que está por suceder. Esa vivencia es lo que Bergson llama “duración”. Fuera de la duración, el pasado y el futuro no existen. La unidad del ser desaparece. Se desintegra en una sucesión de instantes discontinuos. En la duración, cada instante posee una significación diferente. Algunos se desvanecen sin dejar huella y otros perduran, incidiendo en el futuro. Es lo que sucede en el remordimiento, donde el pasado no deja de condicionar el presente. No es posible recobrar el tiempo perdido, pero sí mantenerlo vivo. En definitiva, el tiempo es duración, vida irreversible que se renueva a cada instante: “nuestro pasado nos sigue y va acrecentándose sin pausa a través del presente que recoge a lo largo del sendero”.
El tiempo espacializado es útil para la ciencia. Permite elaborar teorías y realizar predicciones, pero solo se trata de un modelo orientado a registrar regularidades y periodicidades. En el caso del ser humano, no existen dos acontecimientos idénticos. La conciencia alberga la huella de su propio pasado y una previsión del porvenir. Nuestro yo es una unidad en devenir, con una personalidad indivisible. Cuando nuestros actos son costumbres adquiridas, obramos de forma mecánica y no somos libres, pero cuando proceden de nuestra personalidad como conjunto, de la vida en tanto duración, alcanzamos la genuina libertad, que no es simple voluntarismo, sino una síntesis de todo lo vivido. Cuanto más profundicemos en la duración, más libres e imprevisibles serán nuestros actos. Bergson, con su elegancia y fino razonar, no es un pensador recluido en la pura especulación, sino un hombre atento a su tiempo y comprometido con su transformación: “Mis libros han sido siempre la expresión de un descontento, de una protesta. Hubiera podido escribir muchos otros, pero no escribí más que para protestar contra lo que me parecía falso”.
Henri Bergson nació en París en 1859. Segundo de siete hermanos, su padre, Michael Bergson, era músico, compositor y pianista. Judío de origen polaco, recorrió Europa, sobreviviendo a base de clases y conciertos. Su mujer, Katherine Lewison, procedía de Doncaster, Yorkshire. En su juventud, Bergson muestra indiferencia hacia la religión judía, adoptando una perspectiva agnóstica, pero heredará de su madre la sensibilidad espiritual. En su madurez, evocará su figura con enorme ternura: “Mi madre fue una mujer de una inteligencia superior, un alma religiosa en el sentido más elevado de la palabra y cuya bondad, devoción y serenidad, podría decir casi cuya santidad, causaron la admiración de todos los que la conocieron”. En 1870, los padres de Bergson se instalan en Londres y dejan a Henri interno en el Liceo Bonaparte, donde enseguida se manifiesta su inteligencia excepcional. Destaca en todas las asignaturas, pero sobre todo despunta en matemáticas. En 1877 obtiene un premio por resolver un problema de Pascal sobre círculos tangentes. De las matemáticas, extraerá el ideal de precisión que aplicará a la metafísica, siguiendo los pasos de Descartes. Su otro modelo será Pascal y su esprit de finesse, una fórmula que le posibilitará combinar rigor y sentimiento, ciencia y espiritualidad. Aunque la filosofía que estudia en el Liceo le parece retórica y vacía, realiza estudios filosóficos en la Escuela Normal Superior, donde coincide con Durkheim y Jean Jaurés. Sus compañeros le recordarán siempre por su cortesía y pudor. Extremadamente discreto y con cierta repulsión hacia el contacto físico, siempre será cuidadoso con su aspecto y con su forma de expresarse. Según los testimonios, sus frases parecían teoremas con un matiz lírico. Charles Du Bos nos dejó una elocuente semblanza: “No es, por supuesto, inhumano, sino, por así decir, ahumano: pequeño, mago secreto, furtivo, que le habla a uno como si quisiera poder retirarse muy deprisa: cuando está obligado a estrechar la mano, se diría que el contacto le impacta y perturba alguna cosa en él. Incluso, la imposibilidad de encontrar su mirada: esa mirada completamente vuelta hacia dentro que evita la confrontación directa”. Profesor de enseñanza secundaria durante varios años, publica Materia y memoria en 1896, que obtiene un gran éxito. En 1900, ocupa la cátedra de filosofía del Colegio de Francia, donde ejercerá la docencia hasta 1924. Ese mismo año aparece La risa. Ensayo sobre el significado de lo cómico. Bergson sostiene que “no existe nada cómico fuera de aquello que es propiamente humano”. La risa no se dirige al corazón, sino a la inteligencia. En 1907 aparece La evolución creadora, su obra más sistemática y ambiciosa. Elegido miembro de la Academia Francesa y galardonado con el Nobel, publica en 1932 Las dos fuentes de la moral y la religión.
En sus últimos años, Bergson se acercó al catolicismo, pues estimaba que era el complemento necesario del judaísmo. Sin embargo, renunció a la posibilidad de la conversión por solidaridad con las víctimas de las políticas antisemitas del Tercer Reich. En su testamento, escribió: “Quise permanecer entre aquellos que mañana será perseguidos”. Cuando los nazis ocuparon París, se abstuvieron de molestar a Bergson, una vieja celebridad gravemente enferma. Nunca le enviaron la orden de inscribirse en el registro creado para controlar –y, más tarde, deportar- a la población judía. Lejos de aprovechar la dispensa, el filósofo se presentó personalmente en el registro para ser fichado. Su presencia causó una verdadera conmoción. Bergson murió en 1941, sin saber qué suerte le aguardaba a una Europa sojuzgada por la bota nazi.
La filosofía de Bergson fue muy popular. A sus clases acudía la alta sociedad. Algunas damas enviaban a sus criadas para que ocupasen un asiento en el aula horas antes de la aparición de Bergson. Cuando al fin subía al estrado, se extendía un silencio reverencial. Menudo, elegante, serio, no solía llevar notas ni libros. Se sentaba detrás de una mesa y comenzaba a hablar con las manos entrelazadas. Su frente enorme, sus ojos claros bajo unas espesas cejas, los rasgos delicados del rostro, transmitían una enorme fuerza espiritual. J. Chevalier, su biógrafo, nos cuenta: “Su palabra era serena, noble y rítmica, al igual que su pose; con una extraordinaria seguridad y una precisión sorprendente, poseía una tonalidad cautivadora y musical, y un defecto de aspiración que le añadía un matiz de coquetería”. La filosofía de Bergson no fue una simple moda. Fascinó a Marcel Proust y Antonio Machado y, en nuestros días, ha despertado los elogios de Adam Zagajewski. Su lucha contra el positivismo no implicó el desprecio de la ciencia o el desinterés por el universo físico. En La evolución creadora, Bergson advierte: “El gran error de las doctrinas espiritualistas ha sido el creer que aislando la vida espiritual de todo lo demás, suspendiéndola tan alto como fuese posible por encima de la tierra, la ponían a salvo de todo peligro o menoscabo”. Esa operación solo restaba inteligibilidad a la vida espiritual, rebajándola casi a la categoría de espejismo. Fiel a la realidad, Bergson explicó la vida como la interacción entre la energía espiritual y la materia. La materia opone obstáculos, frena y degrada, pero también crea las posibilidades que permiten engendrar nuevas formas.
En Materia y memoria, Bergson se propone “captar con más claridad la distinción entre cuerpo y espíritu, penetrando más íntimamente en el mecanismo de su unión”. El pensamiento no es una simple función del cerebro; la conciencia no es un epifenómeno. El cerebro no explica el espíritu y la conciencia contiene infinitamente más cosas que el órgano ocupado de centralizar la actividad del sistema nervioso. Bergson distingue entre memoria, recuerdo y percepción. La memoria hace posible que nuestro pasado nos acompañe en su totalidad a cada momento. Todo lo que hemos vivido está ahí, inclinado sobre el presente y dispuesto a absorberlo. Sin embargo, el día a día nos exige ser selectivos, escogiendo solo los recuerdos que nos son útiles para abordar los retos del presente. La percepción se ocupa de ese trabajo, lo cual explica que el cerebro solo recoja una pequeña parte del proceso de la conciencia. La observación empírica no es capaz de captar la compleja actividad de la conciencia, su memoria espiritual, que es la verdadera fuente de nuestros actos más significativos, los que expresan nuestra manera de ser y nuestra visión del mundo. La percepción se ocupa del presente, de lo inmediato, del instante; la memoria, del pasado, que siempre permanece abierto y fundido con la totalidad de nuestro existir. La memoria es espíritu; la percepción, movimiento. Bergson opina que el espíritu rebasa en todo momento los límites del tiempo, lanzándonos hacia el futuro. La esencia de la vida es el crecimiento del espíritu mediante su lucha contra la resistencia de la materia.
En La evolución creadora, Bergson se opone a la interpretación del universo de Descartes, que divide lo real en res cogitans y res extensa. La vida no es materia y espíritu, sino una totalidad viva, duración, creatividad sin fin, “élan vital”, impulso libre e imprevisible. La vida no cesa de crecer, alumbrando nuevas formas. No es mera recombinación de un número limitado de elementos y posibilidades. La vida es “acción que de manera continua se crea y se enriquece”, mientras la materia “es acción que se disuelve y se desgasta”, tal como lo atestigua el segundo principio de la termodinámica. La materia carece de creatividad. Es impulso vital degradado, mera resistencia. La vida es “fuerza explosiva”, “una granada que explota en fragmentos”. Cada fragmento es una nueva granada, que estalla a su vez, multiplicando la diversidad de la vida. No es un proceso uniforme, sino un abanico con direcciones divergentes. La conciencia se abrió paso en la materia hasta engendrar al ser humano, donde prevalece la inteligencia, pero pervive “un halo de instinto”. Ni el instinto ni la inteligencia nos muestran la realidad en toda su complejidad: “Hay cosas que solo la inteligencia es capaz de buscar, pero que no hallará jamás por sí sola; únicamente podría descubrirlas el instinto, pero este nunca las buscará”. Solo la intuición, que es instinto iluminado por la inteligencia, puede conducirnos al interior de la vida. La intuición es “la visión del espíritu desde el espíritu”. Es comprensión inmediata y, al mismo tiempo, consciente. La intuición es el fundamento de la metafísica. Nos eleva por encima de la condición humana. Si su vuelo es muy alto, puede llevarnos hasta la experiencia mística. La inteligencia divide el devenir en momentos sucesivos, desembocando en las paradojas de Zenón de Elea, que niegan el movimiento. La intuición nos sumerge en el río de la vida, revelando su unidad indivisible. Gracias a ella, comprendemos que la vida es “una ola inmensa que se propaga a partir de un centro”.
En el hombre, el élan vital es creatividad y engendra el arte, la filosofía, la moral, la religión. En el resto de las especies, se estanca en la repetición de conductas eficaces para la supervivencia. En Las dos fuentes de la moral y la religión, Bergson apunta que la mayoría de las normas morales proceden de la presión social. El individuo transita por el camino que otros han trazado. Asimila los valores establecidos y los interioriza, sin reflexionar sobre ellos. Es el caso de las sociedades cerradas, donde el individuo es una parte del todo y solo reconoce obligaciones hacia la nación, la familia o el clan. Ese proceso se interrumpe cuando se produce una ruptura con los valores dominantes. Una ruptura que exige extender las obligaciones al conjunto de la familia humana. Es lo que sucedió con las enseñanzas de los cristianos, los sabios de Grecia y los profetas de Israel. Gracias a héroes morales como Jesús, Sócrates o Isaías, se atisbó la posibilidad de una sociedad abierta, que no contempla exclusiones o preferencias por vínculos familiares, raciales o religiosos. La moral de la sociedad cerrada es conformista, impersonal y estática. Se basa en la costumbre y el prejuicio. Crea tabúes y ahoga la libertad. La moral de la sociedad abierta es innovadora, dinámica e inconformista. Hasta ahora, todas las sociedades han sido cerradas, pero los grandes maestros morales nunca dejan de incitarnos hacia la utopía de una sociedad abierta, capaz de acoger a todos. “Entre la nación –por grande que sea- y la humanidad, existe la misma distancia que entre lo finito y lo infinito, lo cerrado y lo abierto”. La moralidad abierta nace del amor e instituye un horizonte irrenunciable.
Bergson aplica la misma distinción a la religión. Hay una religión estática, cerrada, basada en mitos y fábulas, cuyo objetivo es preservar la cohesión social y aplacar los miedos individuales. Frente a esta religión elemental e “infraintelectual”, se alza la religión dinámica o misticismo, que “es una toma de contacto, y por lo tanto una coincidencia parcial con el esfuerzo creador que manifiesta la vida. Este esfuerzo pertenece a Dios, si es que no es Dios mismo”. El amor del místico hacia Dios es el mismo amor con que el que Dios se conoce a sí mismo: “Dios es amor y objeto de amor; en esto consiste todo el misticismo”. Bergson considera que el misticismo contemplativo –como el oriental y el neoplatónico- es inferior al misticismo que implica una intervención en el mundo. Los místicos cristianos (Pablo de Tarso, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Catalina de Siena, Juana de Arco) utilizan el éxtasis para acometer empresas que transformaron su época. No les guiaba el pragmatismo, sino el amor a la humanidad. Para Bergson, la intuición mística –presente en todas las civilizaciones y culturas- es la única que puede aportar una prueba fiable sobre la existencia de Dios, pues nace del contacto con el élan vital. La humanidad necesita con urgencia a los místicos. Nuestro creciente dominio de la naturaleza mediante la técnica ha hipertrofiado la dimensión corporal, desdibujando lo espiritual. Por eso, necesitamos “un suplemento de alma”. “La mecánica –escribe Bergson- exige una mística”. El mundo contemporáneo sufre una indigencia espiritual que le impide apreciar la fuerza creadora de la vida. La mística no es un privilegio de las grandes almas. Hay un místico escondido en cada ser humano: “Si las palabras de un gran místico […] hallan una resonancia en nosotros, ¿no será acaso porque existe en cada uno de nosotros un místico algo adormecido, que espera únicamente la ocasión para despertar de ese sueño?”.
Bergson fue sepultado por la fenomenología, el positivismo lógico, el existencialismo y el estructuralismo. Su pensamiento se consideró vago, impreciso, poético. Dejó de ser un autor de moda para convertirse en un filósofo prematuramente caduco. Aún no se ha revertido ese juicio, pero la idea de duración puede ayudarnos a superar el estrecho horizonte de las sociedades cerradas y las religiones estáticas. Nuestra responsabilidad moral no se agota en nuestro entorno. Formamos parte de la familia humana y nos conciernen todas sus vicisitudes. No podemos seguir suscribiendo el discurso mitológico de las religiones cerradas, pero debemos abrirnos a lo espiritual. Lo místico no es un hecho fantástico, sino una comprensión inmediata de la fuerza creadora que explica la diversidad del ser. El ser humano no puede prescindir de la vida espiritual. Bergson nos ofrece una alternativa que salva nuestra racionalidad y expande nuestro espíritu. No deberíamos desaprovecharla.