A mí también me dejó boquiabierto.
Pero lo que más boquiabierto me ha dejado no ha sido la pandemia.
Este tipo de desastres han existido toda la vida. La gripe española, con sus 50 millones de muertos, hace ya un siglo, causó más víctimas de las que se cobrará, sin duda alguna, el COVID-19.
Por limitarnos a nuestra época, a la que tengo edad de recordar, después de mayo de 1968 vivimos la famosa gripe de Hong Kong, en la que un millón de habitantes del planeta murieron con los labios cianóticos, hemorragia pulmonar o asfixia (en realidad, no fue tan «famosa», ¡casi ha caído en el olvido! Lo comprobé dedicándole al inicio de la crisis una de mis columnas).
Diez años antes, igualmente borrada de la memoria colectiva, se vivió la gripe asiática que, de nuevo, surgió en China; pasó por Irán, Italia, el este de Francia, Estados Unidos y dejó 10 millones de muertos (de los que 100.000 fueron en Estados Unidos, en Francia, probablemente, hubo una cantidad similar, muchos en hospitales mal equipados donde los cadáveres, según cuentan los últimos testimonios, estaban amontonados en las salas de reanimación sin que pudieran evacuarlos).
No, lo más sobrecogedor ha sido la extraña manera que hemos tenido de reaccionar esta vez.
La epidemia no solo es la del coronavirus, sino la del miedo que se ha cernido sobre el mundo.
Hemos visto temperamentos de acero que, de un día para otro, se han quedado paralizados.
Hemos oído a los intelectuales, que habían vivido otras guerras, recuperar la retórica del enemigo invisible, de los combatientes de primera y segunda línea, de la guerra sanitaria total.
Hemos visto París vaciarse, igual que en el Diario sobre la Ocupación de Ernst Jünger.
Hemos visto las urbes de todo el mundo convertirse en ciudades fantasma con sus avenidas mudas, como senderos campestres, donde los días, como decía Víctor Hugo, eran iguales que las noches.
He visto, en los vídeos que me enviaban desde Kiev y Milán, desde Nueva York y Madrid, también desde Lagos, Erbil o Qamishli, a los escasos transeúntes que había por las calles yendo a toda prisa, cuya presencia parecía únicamente para recordar la existencia de la especie humana, aunque, en cuanto veían aparecer a otra persona, cambiaban de acera, con la cabeza gacha.
Todos hemos visto, de un rincón a otro del planeta, en los países más desfavorecidos igual que en las grandes metrópolis, pueblos enteros estremecerse y dejarse confinar en sus hogares, a veces a porrazos, como animales en su redil.
Los manifestantes de Hong Kong, como por arte de magia, han desaparecido.
Los peshmerga, esos guerreros cuyo nombre significa que saben desafiar a la muerte, se han refugiado en sus trincheras.
Los saudíes y los hutíes, que disputaban en Yemen una guerra interminable, anunciaron, en cuanto se tuvo noticia de los primeros casos, un alto el fuego.
Hizbulá se ha confinado.
Hamás, que entonces lamentaba ocho casos, declaró tener un único objetivo bélico: obtener mascarillas de Israel. «¡Mascarillas!¡Mascarillas!
¡Nuestro reino por unas mascarillas! Si hace falta, dejaremos sin aliento a 6 millones de israelíes».
El Dáesh ha declarado Europa zona de riesgo para sus combatientes, que se han ido corriendo a sonarse con pañuelos mentolados al fondo de alguna cueva siria o iraquí.
Panamá, tras detectar un caso sospechoso, ha confinado en la jungla a 1.700 personas, desesperadas, que iban de camino a la frontera con Estados Unidos.
Nigeria, sobre la que, unas semanas antes, publiqué un artículo dedicado a las masacres de los pueblos cristianos a manos de yihadistas fulanis, contabilizaba, a mediados de abril de 2020, según la agencia de noticias francesa AFP, doce muertos por el virus y dieciocho personas asesinadas por las fuerzas de seguridad por no respetar el confinamiento.
Bangladés, donde estaba haciendo un reportaje unas horas antes de que Francia cerrara sus fronteras, acumulaba toda clase de calamidades; allí la gente moría de dengue, de cólera, por la peste, la rabia, la fiebre amarilla y virus desconocidos; pero en cuanto se detectaron algunos casos de COVID-19, todo el país, como una sola alma, se sumó al confinamiento. Y, en verdad, todo el planeta —tanto países ricos como pobres, los que podían aguantar y los que se van a desmoronar— se ha abalanzado sobre la idea de una pandemia inédita que está a punto de exterminar al género humano.
¿Entonces? ¿Qué ha podido suceder?
¿La viralidad no solo del virus, sino del discurso en torno a él?
¿Ceguera colectiva como en la novela de Saramago en la que una misteriosa epidemia condena a la ceguera a una ciudad entera?
¿Victoria de los colapsológos que desde hace tiempo predecían el fin del mundo y decían que veían cómo asomaba la nariz, y ahora nos dan una última oportunidad para hacer enmienda y poner el contador a cero?
¿La de los amos del mundo que ven en este gran confinamiento —traducción del «gran encierro» sobre el que teorizaba Michel Foucault en los textos donde esbozaba los sistemas de poder del futuro— la repetición general de un nuevo tipo de requerimiento o una nueva manera de hacer entrar en razón al cuerpo?
¿Un Gran Terror, como el de 1789, con su correspondiente ración de noticias falsas, conspiraciones, huidas desesperadas y, un día, asonadas sin esperanza?
¿Lo contrario? ¿La señal, tranquilizadora, de que el mundo ha cambiado, de que por fin considera que la vida es sagrada y que, entre ella y la economía, ha elegido la vida?
¿O todo lo contrario? Una pérdida colectiva del control, agravada por las cadenas de medios de comunicación y las redes sociales, que, con su habitual matraca, día tras día, con las cifras de recuperados, de enfermos graves y de muertos, nos han situado en un universo paralelo donde no existía nada más en ningún rincón del mundo, ninguna noticia que no fuera esa y que, literalmente, nos han hecho enloquecer. ¿Acaso no es ese el funcionamiento de la tortura china? ¿No ha sido demostrado que el sonido de la gota de agua, repetido de manera indefinida, se convierte en un amenazante dragón? ¿Cómo reaccionaríamos si la Dirección General de Tráfico se atreviera a colocar a cada kilómetro un altavoz gigante que anunciara, en bucle, los accidentes mortales en carretera de la jornada?
En estas semanas, he tenido en la mesita de noche, siempre valiosísimo, el Discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie.
Me han acompañado, para intentar pensar esta singular sumisión mundial a un acontecimiento que, repito, ha sido trágico, pero de ningún sin precedentes, mis recuerdos de René Girard y de su deseo mimético, que también es un virus y que, como todos los virus, causa pandemias.
También de Jacques Lacan, quien planteaba que, frente al surgimiento de un «punto de real», uno verdadero, que nos choca y contra el que nos chocamos, que deja un hueco en el saber y del que no hay imagen (¿acaso no es lo que sucede con cualquier virus nuevo, sea cual sea?), la humanidad tiene dos opciones: la negación y el delirio, la neurosis y la psicosis;Trump y su berrinche diciendo que hay que «liberar Michigan» o los gobernantes inquietos por la amenaza, abanderada por colectivos de abogados, de un «Núremberg del coronavirus» y que consideran más prudente poner el mundo en pausa.
Era demasiado pronto para cortar en seco.
Hoy, todavía, mientras escribo estas líneas y el mundo empieza a «desconfinarse», es demasiado pronto no solo para descifrar el código del virus, sino del pavor que ha suscitado.
Y yo, que también tengo mis muertos a los que no he acabado de llorar, no tengo ánimos para reírme con la risa brechtiana que, quizá, algún día, nos inspirará todo este espectáculo protagonizado por la distancia social ante nuestra atónita mirada.
Sin embargo, ya es hora de hablar de los efectos que ha tenido la pandemia en nuestra sociedad y en nuestro espíritu.
Sin embargo, ya es hora de hablar de lo que se ha puesto en marcha tanto en eso que nos une como en lo más oscuro y profundo de nosotros mismos.
Es cierto que, como le gustaba decir, no sin un deje de ironía, a aquel médico alemán de finales del siglo xix, padre de la anatomía patológica, Rudolf Virchow, «una epidemia es un fenómeno social que conlleva algunos aspectos médicos».Ya ha llegado el momento de tomar las riendas de la mente e intentar describir algunos de los aspectos no médicos de esta historia.
Algunos son hermosos.
Hemos vivido momentos de auténtico civismo y solidaridad.
Y nunca celebraremos lo suficiente que la sociedad, por fin, se haya dado cuenta no solo de la existencia, sino de la eminente dignidad de un pueblo de humillados (personal sanitario, cajeros y cajeras, agricultores, transportistas, barrenderos, libreros…) que, esta vez, han salido de las sombras.
Pero hay otros aspectos menos amables.
Se han dicho palabras, se han adoptado costumbres, han vuelto reflejos que me han horrorizado.
Los principios que yo defendía y que son lo mejor de las sociedades occidentales se han visto atacados tanto por el virus como por el virus del virus mientras moría la gente.
Y como las ideas también morían, ya que viven de la misma materia que los seres humanos —y como es posible que haya rebrotes—, esas ideas se han quedado varadas en la orilla, igual que medusas muertas, han desaparecido sin dejar rastro, porque estaban, como nosotros, hechas casi al completo de agua. En este texto, trataré de defender esos ideales.
Primer Pavor Mundial (igual que se dice de la guerra): balance de etapa.
Como ahora lo que se lleva son los recuentos, aquí presentaré no un balance estadístico, sino uno más difícil de calcular (¿acaso no dice la ley del estupor que, cuando más duro es el golpe, más alterada se ve la capacidad de razonar?): el recuento de los golpes que han sufrido, durante esta extraña crisis, nuestras metafísicas íntimas: no es demasiado pronto para esta batalla y ya no les corresponde ni a los políticos ni a los médicos la responsabilidad o el riesgo de librarla.