El canto a la vida de Jostein Gaarder
Queridos todos:
Acabo de salir de la consulta de Marianne y sé que a partir de este momento todo se ha transformado. Estoy muy alterado y, de una u otra manera, lo que ocurra a partir de ahora dejará huella en todos nosotros. No hay camino de retorno a un estado normal de la situación. Duele pensar en ello.
Llegué aquí hace un rato. Solo me acerqué a la laguna para meter la barca en el agua. Siempre hay que hacerlo, antes de que dé comienzo la temporada, para que el lugar esté perfecto y listo para su uso.
Alrededor de la laguna se ven ventisqueros dispersos que parecen pesados testigos del largo asedio invernal. La temperatura del aire ronda, por el momento, el punto de congelación, pero no hay rastro de hielo en el agua, ni siquiera en la parte más profunda.
Saco la llave, abro la puerta y, antes de ponerme con las contraventanas, dejo en el suelo una bolsa con la compra. Luego enciendo el fuego en las estufas. Por la ventana que da al oeste veo que el disco solar descenderá sobre la laguna en el transcurso de una hora.
Debo hacer casi todo con una mano, al menos lo que requiere una precisión motriz. Así llevo ya unos meses. Por fin hoy conozco la razón.
Tengo los pies fríos porque no pasé por casa a coger unas botas y algo de ropa de abrigo, no soportaba la idea de entrar en ella; no había nadie para recibirme. Fui a Joker y compré los víveres más indispensables. Para veinticuatro horas.
Aquí hay botas de agua y jerséis gruesos, también encontré un par de tupidos calcetines de lana. Con fuego en las dos estufas, esto no tardará en calentarse. Esa es la ventaja de una cabaña pequeña; a veces la austeridad merece la pena.
Al salir de la consulta de Marianne, sentí una repentina necesidad de estar solo, de aislarme por completo.
No pienso con claridad, bullo por dentro, estoy horrorizado, consternado, pero hay algo que tengo que solucionar, he de tomar una decisión, lo que significa que tengo que escribir. Esa es ahora la única manera de pensar sistemáticamente. Tendré que procurar que los pensamientos sean concisos antes de llegar al papel. Creo intuir un hilo rojo en medio de todo el caos, pero no veo adónde me llevará.
Me doy cuenta de que no solo escribo para mí, ni quizá tampoco solo para mis seres más allegados. Puede que llegue a encabezar una especie de razonamiento en nombre de toda la humanidad.
¿Qué es un ser humano? La pregunta puede parecer ingenua. Pero se me ocurre que jamás he pensado en ella siguiendo un método.
No hay nada en mi situación que sea único; todo lo contrario. Solo soy uno de nosotros, y para desempeñar ese papel me quedaré escribiendo toda la noche. Me he dado un plazo de veinticuatro horas.
Somos increíble e infinitamente ricos en impresiones vitales, reconocimiento, recuerdos y relaciones entre nosotros. Y, cuando nos marchamos, todo se descompone, desaparece y se olvida.
El mundo tiene goteras, sangra. Y ahora me toca a mí. Este momento tenía que llegar algún día. Llegó como una bofetada. O como un puñetazo brutal.
Sin embargo, voy a empezar desde una perspectiva más amable. Antes de acercarme al último acto del drama, incluiré algo del dulce preludio.
Retrocedo en el pensamiento hasta la primera vez que Eirin y yo estuvimos aquí arriba. Fue en septiembre de 1972, y la historia que estoy a punto de contar no la habéis oído ninguno de vosotros. Christian, June y Sarah pueden prepararse para escuchar el secreto tan bien guardado que voy a revelar.
Resulta casi inconcebible que os hayamos ocultado siempre cómo comenzó todo, pero creo que en casi todas las familias existen algunos secretos tan bien guardados como este. Para empezar, era a Christian a quien queríamos proteger. Pensábamos que podríamos contárselo todo cuando se hiciera mayor. Solo que nunca llegó a hacerse mayor.
Sin embargo, ahora voy a desvelar esos viejos secretos. Lo contaré todo desde el principio, tal como lo recuerdo casi treinta y siete años después. Luego Eirin, si quiere, podrá corregir o añadir cosas.
Los dos tenemos diecinueve años y somos flamantes estudiantes de la Universidad de Oslo. La primera vez que nos vemos ha tenido que ser un lunes por la mañana en el área de descanso del edificio de Sophus Bugge. Si mal no recuerdo, era mi primer día como estudiante universitario.
De entre toda la multitud, me fijo en una chica. Está metiendo monedas en una máquina de café, y se me ocurre que yo también quiero llevarme un vaso de papel con café a clase, aunque solo sea para tener algo a qué agarrarme. Así es como nos conocemos: nos miramos y es como si nos estremeciéramos, como si diéramos un respingo, no porque nos hayamos visto antes, sino, al contrario, porque los dos estamos segurísimos de que nunca nos hemos visto.
Pero ella me sonríe un buen rato, seguro que durante dos segundos. Y esa sonrisa abre en mí estancias desconocidas.
No sabemos que vamos a ir a la misma clase, la misma de una larga serie que durará todo el semestre de otoño. Ninguno de los dos hemos estado antes en ese bullicioso edificio universitario, y los dos llegamos sin compañía. Nuestras miradas vuelven a encontrarse y nos sentimos cohibidos; eso lo comentaríamos ya solo una semana después. Al mismo tiempo, los dos deseamos entrar en contacto con otros estudiantes cuanto antes, conseguir un aliado, y preferiblemente antes de empezar la primera clase del otoño.
Supongo que por eso me pregunta la hora, pues veo que ella también lleva un reloj que marca justo la misma hora que el mío.
Para mí lo más importante entonces es descubrir por qué me pregunta la hora. ¿Es un mensaje subliminal?, ¿con doble sentido? ¿Quiere indicar que desea conocerme?
Me limito a contestar que son las nueve y nueve minutos, y al instante pienso que esa respuesta tan breve ha sido cobarde y evasiva. Porque yo quiero hablar más con ella. Y así a lo mejor he perdido la oportunidad de seguir charlando.
A menudo las personas damos unos rodeos muy complicados antes de iniciar un contacto directo. Muy pocas almas tienen la divina capacidad de ir al grano: ¡Hola! ¡Me encantaría conocerte!
Como veis, no solté de inmediato que me gustaba esa chica que estaba allí por la mañana con el vaso de café preguntándome la hora. No revelé que su sonrisa me pareció encantadora. No le dije a nadie que me había sentido completamente fascinado por ella, que desde el momento en que la vi me hechizó su abundante pelo color nuez, sus fríos ojos azules, casi verdes —como el agua de un glaciar, podría haber dicho—, o que la chica olía bien; en el área de descanso, no había mucho espacio.
Además, tampoco comenté que me gustó que llegara a la primera clase del semestre con un vestido de flores, no con vaqueros azules, como la mayoría. Había que tener cierto cuidado con ese tipo de comentarios a principios de la década de los setenta…
Pero mi pobre respuesta no debió de estropear nada, porque esa chica tan sonriente no se dio por vencida. Me preguntó si yo también iba a la clase de filosofía. Asentí con la cabeza y por fin me lancé. Dije que podríamos ir juntos.
Ella me vuelve a sonreír. Solo hay que esperar a que yo me saque un café de la máquina. La joven se queda a mi lado.
Luego cruzamos juntos el vestíbulo y entramos en el aula. Entonces, no había sido mala idea empezar preguntando la hora.
Nos quedamos hablando unos minutos después de la clase, en la que un joven asistente nos había hecho un breve resumen de los presocráticos. No recuerdo de qué hablamos; tal vez intercambiáramos unas palabras sobre Empédocles o Heráclito. Al menos no creo que nos contáramos gran cosa sobre nosotros.
Enseguida nos vamos cada uno por nuestro lado, porque uno de los dos tiene prisa o simplemente porque ya no tenemos más que decir. Ella consigue decir que se llama Eirin —eso sí lo recuerdo—, y yo digo que soy Albert.
Después de aquello nos encontramos tres o cuatro veces en los días siguientes o nos seguimos el rastro, buscándonos por rincones y escondites del recinto universitario, y también en la ciudad, en los cafés, y, cuando nos encontramos, nos paramos a hablar, y cada vez nos quedamos más tiempo hablando.
Pero nunca nos sentamos en un banco o en la hierba, ni quedamos para volver a vernos. No hace falta. Sabemos que nos volveremos a ver.