La poesía es una vocación singular y muy intensa, de manera que no debería extrañarnos que una de las instituciones sobre la que se sustenta sea la amistad. Al tratarse de igual a igual los poetas normalizan su tarea y airean sus inquietudes, se sobreponen a la soledad, liberan tensión. La historia de la poesía va repleta de amistades célebres entre vates que se estimularon y retaron, y se proporcionaron apoyo mutuo en los años que eran apenas promesas para sí mismos. Un amigo poeta es alguien que espera nuestros versos, una expectativa real de público, una presencia que nos arranca de la especie de fantasía más oscura: la inverosímil.
Después se interponen los años y la distancia, los problemas económicos, los retos laborales, y las exigencias y delicias familiares. También se acumulan los malentendidos, los resentimientos, las poéticas que progresan en direcciones divergentes. Cada poeta riega su propio cultivo de lectores, la amistad desactiva su urgencia. Y pese a todo tenemos noticia de poetas que siguieron conreando su relación (menos intensa que durante sus años de aprendizaje) gracias a esa forma de amistad a distancia que resulta ser la correspondencia. Elizabeth Bishop (1911-1979) y Robert Lowell (1917-1977), que empezaron a cartearse apenas sobrepasados los treinta años y no dejaron ya de escribirse hasta una edad avanzadísima, merecen un lugar destacado en esta modalidad de intercambio intelectual y humano, como atestigua el lomo formidable de este formidable libro.
La correspondencia se desarrolla durante casi 30 años entrecruzando la vida personal y la pasión por la poesía
Se trata de dos casos curiosos: ambos poetas ocupan posiciones un tanto excéntricas dentro de la poesía estadounidense (que en el último siglo se ha convertido en el territorio común de los lectores de poesía), pero sus trayectorias parecen desplazarse en direcciones opuestas. Robert Lowell aparentó situarse en el centro de la literatura estadounidense, tanto por sus orígenes (pertenecía a la casta casi brahmánica de los intelectuales blancos de Boston) como por su propósito de integrar la poesía confesional en una meditación sobre la historia de su país, un proyecto artístico apuntalado en una decidida voluntad de intervención civil. Con la distancia de los años su figura ha quedado emparedada entre la intensidad de los Beat y la elegante sutileza de los poetas de Nueva York, con Ashbery y O’Hara al frente. A medida que el halo de sus valientes intervenciones públicas se desvanece y nos quedamos a solas con sus poemas, la inclusión de la obra de Lowell en el canon de la poesía estadounidense se vuelve problemática, como si se saliese del marco, impulsado por su propia falta de peso.
Desde la ignorancia a la que nos condena observar una vida desde fuera, parece como si Elizabeth Bishop hubiese seguido un programa para alejarse de los focos de la lírica estadounidense. Las cosas seguramente son más sencillas. Bishop aprovechó el dinero de una beca para pasar quince días en Brasil, se enamoró y se quedó quince años. Antes había disfrutado de la protección de Marianne Moore, ganó premios y se relacionó con Pound, Merril y Lowell.
Si en algún momento sus versos vibraban fuera de las quinielas del canon, el tiempo le ha dado la vuelta a la situación de la mejor manera: una colección de las mejores poesías estadounidenses del siglo XX que no incluyera “Sandpiper”, “En los almacenes de pescado”, “En la sala de espera” o “Un arte” nos parecería, sencillamente, un fraude.
El epistolario no recoge estas asimetrías del prestigio. Lowell trata desde el primer momento a Bishop como a una igual, una poeta cuyo trabajo admira. De manera que la correspondencia se desarrolla durante casi treinta años sin apenas intervenciones del ego, entrecruzando la vida personal, los acontecimientos públicos y una pasión sostenida por el estudio de la poesía y la escritura de los propios poemas: confesionario, observatorio y taller. El lector encontrará un marco de lectura inmejorable en el estudio introductorio de Thomas Travisano que consigue resonar a lo largo de la lectura, y apoyo inmediato a las pérdidas de sentido operadas por el tiempo o impuestas por la distancia en un puntual y efectivo servicio de notas. El viaje es largo, pero confortable: es una suerte que Vaso Roto esté entre nosotros.
Solo añadir que una generosa dosis de la emoción que transmite esta correspondencia se aloja en algo que no sé si llamar “tono” o “temperamento”; me refiero a la perseverancia con la que Lowell y Bishop, Bishop y Lowell (complicado separar en adelante estos dos nombres) mantienen vivo un entusiasmo por la poesía que de manera quizás precipitada asociamos a la juventud. Quizás la “juventud” sea un estado que se desplaza a lo largo de nuestra edad completa, reflotando en los momentos en los que la inocencia se vuelve más exigente, porque está tratando de examinarse con precisión, porque no puede permitirse todavía los caritativos autoengaños de la madurez.
King Street, 46
Nueva York
12 de mayo de 1947
Estimado Sr. Lowell:
No sé cómo ponerme en contacto con usted ahora que Randall está fuera; pero creo que esta carta podrá llegarle a través de Harcourt Brace. Sólo quería decirle que me parece maravilloso que haya recibido todos esos reconocimientos -supongo que simplemente los llamaré premios número uno, dos y tres-, en cualquier caso, son todos sumamente gratos.
Yo también iba a leer en la YMHA el sábado por la tarde, pero no llegué, y espero que mi ausencia fuera más una ayuda que un impedimento. Lamento mucho también haberme puesto enferma en aquella ocasión en que quería que usted y los Jarrell vinieran a casa. A lo mejor, si todavía se encuentra en la ciudad, podría visitarme en algún momento, me encantaría verle. Mi número telefónico es wa 5-1706 o, si lo prefiere, escríbame tan sólo una nota.
Con mis mejores deseos y más felicitaciones, Elizabeth Bishop
E. 15th St., 202
Nueva York [23 de mayo de 1947]
Estimada Srta. Bishop:
Lamento haber perdido la oportunidad de cenar ayer con usted, y la ocasión anterior, y la lectura. Lamento que haya tenido un invierno miserable.
Es usted una escritora maravillosa y su nota fue prácticamente la única que tuvo algún significado para mí.
Anoche, a las tres, hubo un incendio aquí. El hombre que lo provocó se había quedado dormido, borracho y fumando. Corrió de aquí para allá entre el baño y su habitación llevando un cubo de basura con apenas una gota de agua y gritando a todo pulmón:
“¡Silencio, silencio! No hay ningún incendio. Dejen de gritar que van a despertar a todo el mundo”. Luego se oyó un ruido de motores en la calle. Siguió diciendo: “Un accidente. No hay damnificados", hasta que un policía le gritó: “¿Que no hay damnificados? Mire a toda la gente que despertó”. Cuando todo acabó, el hombre siguió hablando: “Yo soy estadounidense. Combatí el fuego enemigo. De no haber sido por mí, todos vosotros estaríais muertos”. Hoy mi habitación huele a tela asfáltica chamuscada.
Me voy a Boston el día dos y luego a Yaddo [Colonia de artistas en Saratoga Springs, Nueva York] el nueve. Espero verla de nuevo algún día. Los Jarrell y yo teníamos la esperanza de que viniera mañana de pícnic con nosotros.
Buena suerte con su enfermedad.
Robert Lowell