Pavana del desasosiego
Francisca Aguirre
16 mayo, 1999 02:00A partir de entonces nada importante ocurre en su vida que pueda interesar al lector: sólo se añaden los títulos de los sucesivos libros -tres de poemas, uno de relatos y otro de memorias- acompañadados de los correspondientes premios. No se agregan nuevos datos, pero se precisan algunos. En Pavana del desasosiego podemos leer: "Es hija del pintor Lorenzo Aguirre, que en 1942 fue asesinado por el régimen de Franco".
Una vida cabe en unas pocas líneas, para el que sepa leerlas, y un torpe y cruel periodo de la historia de España, y la razón de una injusticia literaria. Francisca Aguirre se esconde en su primer libro tras la figura de Penélope y se presenta al lector como casada con un poeta -excelente poeta- bien conocido: ella misma dio así el pretexto para la escasa atención, poco más que la que exige la cortesía, que le han dedicado críticos y lectores.
Y no parece que este nuevo libro vaya a cambiar la situación: una bien intencionada y desafortunada editorial dedicada sólo a las mujeres, un desconocido premio literario, un convencional prólogo de Andrés Sorel dedicado a agradecer su gesto al mecenas que ha dotado el premio "sin otros recursos que los de su generosidad"... Pero qué sorpresa la del lector que prescinda de todas esas trampas que nos tiende el azar o la timidez de la autora y abra el libro por cualquier página y comience a leer: pocas veces habrá encontrado a un poeta con tanto sentido de la musicalidad y del misterio como Francisca Aguirre. Las presencias fantasmales, sin la parafernalia habitual, habían comenzado ya en su primer libro: el poema "El extraño", escrito todo él significativamente entre paréntesis, era un texto que no habría desdeñado firmar Walter de la Mare.
"Cotidianidad alucinada" podría ser la fórmula que definiera Pavana del desasosiego y buena parte -la mejor parte- de la poesía de Francisca Aguirre. Sólo en algún raro poema, como el titulado "Hace tiempo", es reconocible la anécdota biográfica que da origen a los versos: "Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba/ cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,/ y yo estaba segura de que un día mi padre volvería/ y mientras él cantaba ante su caballete/ se quedarían quietos los barcos en el puerto/ y la luna saldría con su cara de nata". Pero el sentimentalismo y la falacia patética son escasos en el libro, como en toda la poesía de Francisca Aguirre, que sabe objetivar con precisa palabra su terror y su temblor, su amenazada felicidad.
Muchos de los poemas del libro adoptan la forma de un monólogo, la autora habla consigo misma o con un interlocutor cuya identidad nunca se nos revela claramente: "Dímelo tú que nunca te equivocas,/ dime tú qué sucede en esa tierra,/ en ese territorio fugitivo/ que tanto perseguimos y que nunca/ logramos alcanzar ni tan siquiera un poco".
Reiterativos, insistentes, insinuando siempre lo que no puede decirse, estos poemas tan aparentemente coloquiales, tan cotidianos, nos acercan como pocos a la otra cara de la realidad: a la que sólo podemos mirar con espanto o, cuando hemos vivido lo suficiente, con consoladora aceptación.
"No hay que llorar", uno de los más emocionantes soliloquios del libro, termina con estos versos: "Quédate junto a mí y oye la música,/ seguramente Brahms está en lo cierto". La música ("voy a poner a Schubert, voy a cerrar la puerta") es en estos poemas, muy a menudo, una promesa de felicidad, una entrevisión del paraíso. Pero también hay otra música (La otra música se titula precisamente uno de los libros anteriores de Francisca Aguirre): la del desastre, la del desasosiego. Como conjuros más que como confidencias pueden considerarse los poemas de este libro que nos habla del misterio sin énfasis, de la pasión sin desbordamientos, de la frontera entre dos mundos con serena lucidez. "Parece que estoy solo y llevo conmigo un mundo de fantasmas" escribió Gastón Baquero. Es frase que podría repetir Francisca Aguirre. Es frase que podríamos repetir cualquier de nosotros.