Cuando estallan acontecimientos mundiales, los escritores se apresuran a dejar constancia de sus secuelas. En el siglo XXI ya hemos visto las oleadas de reportajes y obras de ficción que han seguido al 11 de septiembre, los tsunamis, el Brexit y el trumpismo. Ahora ha aterrizado la literatura sobre la covid, fundamentada en las sensibilidades de los acaudalados que, como relata Zadie Smith en Contemplaciones, pudieron escapar de Nueva York cuando la ciudad quedó confinada en marzo de 2020.
Lo mismo hizo Gary Shteyngart, cuya novela Our Country Friends [Nuestros amigos del campo] habla de un grupo de clase media metropolitana que se desplaza a una colonia de bungalós, lejos de los picos de mortalidad. (The New York Times publicó una fotografía de Shteyngart confinado, cóctel en mano, en su segunda residencia, a donde se había trasladado).
Lucy Barton —la narradora de varias novelas de Elizabeth Strout (Maine, 1955), y una especie de equivalente del Harry Conejo Angstrom de John Updike— se siente a disgusto con su repentina mudanza de Manhattan a Maine, reflejo del privilegio.
En la delicada y elíptica nueva novela de Strout, Lucy y el mar, Lucy lucha contra la incredulidad mientras el SARS-CoV-2 penetra en la ciudad infectando —y matando— a sus conocidos. La narradora está de luto por David, su segundo marido, violonchelista de la filarmónica que había muerto un año antes, cuando su primer marido y amigo íntimo, el científico William Gerhardt, se la lleva a una casa alquilada en la costa azotada por el mar de Nueva Inglaterra. La motivación de William es simple: quiere alejar a Lucy del peligro.
William, aún tambaleante tras su tercer divorcio y el descubrimiento de una hermana desconocida, es consciente de la escalada de la crisis sanitaria mundial, mientras que Lucy, una novelista de renombre, no acaba de entender por qué deja atrás a sus amigos y sus compromisos profesionales. “Es curioso cómo la mente no asimila nada hasta que está en condiciones de hacerlo”, opina.
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Sus hijas adultas también se resguardan: Chrissy y su marido asmático, Michael, se refugian en Connecticut; Becka, la menor, decide quedarse en Brooklyn con su marido, Trey.
La novela podría caer fácilmente en la trampa de los problemas del primer mundo, como ocurre con el libro de Shteyngart, pero la percepción de Lucy se acelera una vez que ella y William llegan a su destino, con sus vistas de postal y su ritmo pausado. “Condujimos por una carretera estrecha”, se maravilla. “De repente, al mirar por la ventanilla del coche, me quedé asombrada de lo que veía. A ambos lados de la carretera estaba el océano, pero nunca había visto un océano como ese. Incluso con el cielo nublado me pareció increíblemente hermoso”. Y remacha: “Me parecía otro país”.
Pero lo extraño se convierte rápidamente en familiar cuando William y Lucy se instalan en la vieja residencia de los Winterbourne, espaciosa y destartalada pero acogedora. Dan largos paseos y se reúnen al aire libre con vecinos con mascarilla. Cuando su matrimonio se tambalea, Becka se traslada al refugio de Chrissy; sus padres viajan a Connecticut de visita, manteniendo la debida distancia social.
A pesar de las punzadas de aburrimiento y preocupación, Lucy está contenta. No puede reunir la energía necesaria para escribir o leer, pero sigue las noticias sobre médicos estresados y enfermeras de la UCI que hacen turnos dobles con batas confeccionadas con bolsas de basura. Nueva York le parece lejana, como Júpiter visto a través de un telescopio.
La protagonista llora menos por las víctimas de la covid en Nueva York y más por sus matrimonios perdidos
Strout escribe con voz coloquial, y evoca esas primeras semanas y esos primeros meses de la pandemia con inmediatez y franqueza. Nos identificamos con los ritmos entrecortados; tanto física como emocionalmente, Lucy no acaba de centrarse. Sus sentimientos oscilan como un péndulo atizando la discordia. Cuando reprende a William por una pequeña afrenta, él le confiesa que tiene cáncer de próstata, lo cual provoca angustia y autorecriminación. A Lucy empieza a preocuparle el no estar sincronizada, una tensión que Strout explota sutilmente. No hay escapatoria de la claustrofobia de la covid ni de la familia.
Esta no es la misma Lucy que conocimos en las novelas anteriores de Strout. Hay menos vigor y estructura en sus reflexiones, más soltura y arrepentimiento, características, no defectos, de la edad. Sin embargo, su repliegue sobre sí misma produce revelaciones: cada pena es singular, sigue su propio GPS, se desvía por callejones sin salida. Lucy llora menos por las víctimas de Nueva York y más por sus matrimonios perdidos y por la inquietud de que su cómoda vida pueda caer víctima de un virus implacable.
Ahora bien, ¿es la ingenua candidez de Lucy una pose? Al fin y al cabo, es una artista sofisticada, incluso si carece de la sustancia y el descaro del otro personaje estrella de Strout, Olive Kitteridge (que hace una breve aparición). En Manhattan, Lucy y sus hijas se encontraban de vez en cuando en Bloomingdale’s para ir de compras y cotillear; ahora, Becka declara: “Da igual que Bloomingdale’s cierre, porque en realidad es un sitio de cosas malas. Me refiero –¡mamá!– a todas esas cosas hechas en el extranjero por niños que trabajan por salarios horribles [...] Así que, cuando vuelvas a la ciudad, vamos a buscar un sitio diferente donde quedar”.
Strout satiriza la actitud autocontemplativa de las élites en un momento de reflexión y sacrificio necesarios. “La pregunta de por qué algunas personas son más afortunadas que otras”, señala Lucy. “No tengo respuesta”. Hace falta una pandemia para despertar la conciencia.
Strout escribe con voz coloquial, y evoca esas primeras semanas de la pandemia con inmediatez y franqueza
Este es el logro de Strout en Lucy y el mar. En Maine, ella y William se cruzan con “partidarios del actual presidente”, tamizando los estereotipos para desenterrar la compasión, inspirada por una pérdida inesperada. Y lo que es más importante, tras el asalto al Capitolio, aprende cuándo cerrar la llave de la compasión, y a denunciar el fascismo y el racismo cuando asoman la cabeza, como los chamanes de QAnon. Esa honestidad le hace un buen servicio.
Los hilos conductores de nuestra vida se han apartado de su rumbo fuera de nuestro control, y aun así, algunos nos aferramos al mito de que podemos encontrar un camino de vuelta a 2019. Cuando la novela llega a su fin, Lucy se ha dado cuenta de lo contrario, pero, en contra de lo que cabría esperar, hay un proverbial rayo de esperanza.
Una conexión interrumpida se reactiva mientras ella se crea una nueva vida, plasmada con el estilo elegante y engañosamente ligero de Strout. Lucy se une al baile de la familia y la amistad, y le añade algunos pasos sutiles. Ha hecho el duro trabajo de la transformación. Ojalá nosotros hagamos lo mismo.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips