Mario Cuenca Sandoval
No hay centenario que celebrar, ni aureola mítica que vampirizar, y sin embargo aquí está el compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992), organista y ornitólogo metafísico, católico y vanguardista sin paradoja, protagonizando la nueva novela de Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), El don de la fiebre, su cuarta maravilla en una década. Messiaen tuvo una vida marcada por la muerte de la madre, la locura y muerte de su primera esposa, y la relación con su segunda esposa, la brillante pianista Yvonne Loriod, 15 años menor. Sobre todo, creyó en Dios y poseyó oído absoluto, ese atributo que sume al individuo en un paisaje sonoro milimétrico. No fue valiente durante la II Guerra Mundial y, con los años y la fama, fantaseó más de la cuenta al recordar el instante decisivo de su existencia: el estreno, en 1941, del Cuarteto para el fin del tiempo, acontecimiento que tuvo lugar durante su internamiento en un campo de prisioneros nazi, en Polonia, allí donde el frío o el hambre pesaban más que los escrúpulos de los captores en su trato con un músico reconocido, francés, sin sombra de judaísmo. Cultivador temprano de la armonía modal, acabó sus días sosteniendo que las armonías del canto de los pájaros poseían una riqueza inaprensible para las convenciones de la gramática musical inventada por los hombres.Cuenca Sandoval imagina a Messiaen en su cama del hospital, en 1992, esperando la muerte; no creo que sea spoiler decir que un protagonista histórico muere, como todos morimos, y que las últimas veinte páginas del libro recrean ese tránsito con la potencia sinfónica de lo perdurable. La muerte, como el autoconocimiento, es un territorio que exploran la imaginación y la memoria, convocadas por un sistema nervioso que “se enrosca sobre sí”. El don de la fiebre imagina el instante de la muerte como una superposición de tiempos y emociones, o quizás mejor como un no-tiempo, una alternativa a la inapelable lógica del tiempo. Eso es Dios para la música de Messiaen o la teología de Ratzinger; en eso consiste “levantar el vuelo” para el autor de esta novela. Que todo quepa en una sola palabra, en una “sinfonía de luz”.
Y entonces el lector entiende definitivamente por qué Mario Cuenca Sandoval ha escogido a Messiaen, un músico sin centenario ni aureola de mito, para narrar su vida en una novela: porque le permite preguntarse sobre el significado de este “mundo lleno de signos”, de analogías y sinestesias, de ruido y música. Preguntarse acerca de Messiaen es preguntarse también acerca de la creación y su relación con la Creación, el arte en relación con el mundo y la naturaleza. ¿Puede la escritura “leer cada uno de los sonidos del mundo”, como ruega el arranque de esta novela?
La ambición de Cuenca Sandoval crece a medida que depura sus estrategias; frente a la estructura simétrica de la excelente Los hemisferios (2014), El don de la fiebre avanza superponiendo planos y lanzando ritornelos inesperados, aunque nunca pierde de vista la claridad cronológica ni la luminosidad estilística. Parte de sus páginas recrea el París ocupado como pocas novelas españolas han sabido hacer (París: Suite 1940 de José Carlos Llop sería una referencia a la altura); sin embargo, aunque el Siglo sea “el otro gran protagonista” del libro, este cuidadoso sentido de lo histórico es solo la piedra de toque para que el tiempo nos arrolle con su certeza y una fe inverosímil en la literatura nos restituya la incerteza.
@Nadal_Suau