Colson Whitehead. Foto: NHPR
Lee aquí un capítulo de El ferrocarril subterráneo de Colson Whitehead
Ejemplos no nos faltan: desde la oscarizada 12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen, al (por qué no) Django desencadenado (2012) de Quentin Tarantino; de la concesión del premio Booker a El vendido (2016), la muy ácida sátira de Paul Beatty, al National Book Award otorgado a El pájaro carpintero (2013), de James McBride.
Hablar aquí de modas u oportunismos me parece un tanto peliagudo, cuando no ingrato, sobre todo si tenemos en cuenta la gravedad del tema sobre el que giran las obras citadas, por no mencionar su indudable solvencia técnica. La prohibición en Memphis del reestreno de Lo que el viento se llevó (1939) o los recientes conflictos en Charlottesville quizás basten para atestiguar que, en efecto, la abolición de la esclavitud sigue siendo un tema no resuelto en los Estados Unidos a principios del siglo XXI, donde las banderas confederadas parecen ondear, en según qué sitios, con más fuerza que nunca.
Que desde el mundo de la cultura se trate de combatir, a través de una confrontación artística e intelectual, esa inexplicable enfermedad mental que es el racismo solo debería merecer nuestros aplausos. Por desgracia aquí estamos también para juzgar su calidad, que no siempre acompaña a las bienintencionadas pretensiones, como ocurre con esta novela de Colson Whitehead.
Quizás sea necesario advertir, en primer lugar, que El ferrocarril subterráneo no trata en ningún momento de reconstruir la historia de la ya mítica red clandestina que a finales del siglo XIX ayudó a miles de negros a escapar de sus grilletes sureños. A cambio, Whitehead le da vida al metafórico ferrocarril, que nunca existió como tal, hasta el punto de que las vías del tren, cada estación, marcan la pauta de la narración, incluso su tono y ritmo. La epopeya de Cora, la joven esclava de color que huye hacia el Norte tras fugarse de su plantación en Georgia, va aumentando en intensidad con el traqueteo, a medida que la narración coge impulso, cosa que ocurre justo a tiempo, minutos antes de que el tren descarrile por completo.
En los primeros compases de El ferrocarril subterráneo nos encontraremos con una prosa un tanto blanda (¿cosa de la traducción?) puesta en boca de un narrador con ánimo de contarlo todo, de no dejar al lector ni un solo hueco para la imaginación. Esta sensación de tutelaje se ve, sin embargo, contrarrestada por la crueldad explícita de algunas escenas muy violentas, en las que Whitehead, bien está decirlo, nunca se regodea. La historia presenta en todo momento cierto aire fabulesco, con el consiguiente maniqueísmo de los personajes. El Sur que aquí se dibuja parece sacado de un cuento para niños. Cora parece recorrer su particular camino de baldosas amarillas, solo que en esta ocasión el suelo se encuentra embadurnado de rojo y negro.
"Escapar suponía una transgresión tan enorme que el castigo abarcaba a todas las almas generosas que había encontrado en su breve visita a la libertad". Whitehead se vale de esta imagen para introducir la figura del cazador de esclavos, que perseguirá a Cora hasta el fin de los días, deparando de paso al lector algunos de los más intensos pasajes de esta novela, un tanto desconcertante por no decir frustrante, que aparece y desaparece, se tensa y destensa, a ratos se vuelve obvia para al poco mostrarse honda y poética, como si efectivamente viajara uno a lomos de una destartalada locomotora.
Dada su tremenda exposición pública, uno hubiera deseado que El ferrocarril subterráneo tuviera más aristas, aunque quizás, en ese caso, a Oprah Winfrey se le habría pasado recomendarla.