Fernando Aramburu. Foto: Rafel Durán
Hay que tenerle fe a la novela, a su capacidad de tener un efecto hoy. Ese tipo de convicción anima, precisamente, a las mejores propuestas de renovación, mestizaje y tensión del género, que se mueve y cambia porque es novela, no porque deje de serlo; pero al mismo tiempo, la fe en la novela incluye la posibilidad de que sus modelos estructurales clásicos vuelvan a dar resultados admirables, perfectamente ajustados a una exigencia moderna, urgente. Patria, de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), es, por decirlo en la barra del bar, una novela-novela, tanto en sus aspectos más epidérmicos (la extensión, sin ir más lejos: más de seiscientas páginas confesando una vocación de centralidad) como en los técnicos (simultáneamente sofisticados y limpios) y sobre todo en los ejes fundamentales que la recorren: las relaciones de dos familias en su propio seno y entre sí, y los múltiples efectos de la vida privada en la historia colectiva y al revés. Y quien dice historia dice ideología. Mejor dicho, identidad. El resultado es el que ya he insinuado: admirable. Su mirada sobre la historia reciente de Euskadi se ajusta perfectamente a esta forma de narración plagada de saltos temporales, de diálogos a punto de artificio y sin embargo recorridos por la verdad, de gusto por el detalle. Acabada la novela, queda la sensación de haber afrontado cuestiones morales de calado sin cinismo ni cautela, partiendo de la construcción de unos personajes, prerrogativa de novelista. He aquí vidas que no son un tema, sino vidas, pero que sirven para que un tema histórico pueda entenderse y pronunciarse como merece. ETA. Terrorismo.“A nadie le sirve la verdad”, dice un personaje de Patria en alusión a la izquierda abertzale y al Estado. Pero sí le sirve a la víctima. Sí le sirve al novelista, que se acerca a un pequeño pueblo vasco para observar a dos familias cuyo interés por la política había sido siempre apenas residual pero que no podrán escapar de los mecanismos tribales de presión social que pone en marcha el fanatismo. A un lado, la construcción de la patria deja un padre asesinado por ETA; al otro, un hijo convertido en héroe de ETA. El vacío que queda en medio explica una sociedad. Dentro de cada familia, opera una serie de elementos que añaden matices imprescindibles, como el modo en que las distintas generaciones se condicionan mutuamente, los efectos de las jerarquías sociales, o una maternidad magnificada y portadora de una pregunta: qué hacer con la memoria, con las voces ancestrales, con el rencor. Cómo darle una forma mínimamente habitable a la lealtad con los nuestros. La novela, de lectura apremiante, está atravesada por una sutil corriente de situaciones que cohesionan su verosimilitud pero también su posición ética, y que podrían servir para sintetizar sus intenciones profundas. A menudo están apenas apuntadas: la hija de un amenazado que asiste a un acto abertzale, porque no va a quedar mal con las amigas; el tipo que después de descerrajar varios tiros a un objetivo se impone la exigencia ética de no meter mano en la caja registradora, porque no es eso “la lucha”; las ventanas abiertas o cerradas, los visillos entreabiertos. Patria es también un libro que captura el amor, el deseo o el desamor de sus personajes con una mezcla de cercanía y delicadeza difícil de lograr, emocionante en sus mejores páginas. Sobrevolándolo todo, la violencia. Formas de violencia: esta frase pronunciada por la madre de una etarra, tras el fin de la violencia: “somos víctimas del Estado y ahora somos víctimas de las víctimas”. En Patria, esa noticia llega al comienzo, en forma de susurro: “¿Te has enterado? Dicen que lo dejan”. Las líneas finales del libro, sin embargo, recuerdan que queda mucho más por decir y no será fácil.Acabada la novela, admirable, queda la sensación de haber afrontado cuestiones morales de calado sin cinismo ni cautela