Sin llegar a la exageración de quien le ha atribuido al exitoso y premiado Miqui Otero (Barcelona, 1980) la invención de un nuevo mundo literario, sí debe reconocerse el interés narrativo y el buen pulso sostenido de una novela como Rayos. El gran sentido del humor, rico en coloquialismos, con el que se cuenta la historia de este grupo de amigos (los Rayos) unidos desde los tiempos escolares hasta la treintena, estaba ya en el ochentero Qué te voy a contar de Martín Casariego o en el Manu de Jabois. Y la seriedad sociológica con la que aborda Miqui Otero la esforzada generación de los padres y abuelos de los protagonistas entronca con muchos buenos pasajes de Ignacio Martínez de Pisón.
Nada nuevo y, sin embargo, sí una manera fresca y conmovedora de hacerse cargo de unas existencias complicadas: las de aquellos emigrantes gallegos que en los setenta del pasado siglo dejaban la aldea, camino de un futuro en Barcelona, montados en sus precarios seats 850 o simcas 1000 por carreteras imposibles, pero también las de una juventud -el grupo generacional del propio narrador y de su protagonista, Fidel Centella- que en el 2000 contaba con diecisiete años y que ha tenido que lidiar con la inestabilidad laboral y una falta de oportunidades que los condenó a una esperanza a corto plazo.
La amistad, la convivencia estrecha de Fidel, Iu, Brais, Justo, Bárbara..., sus salidas por los bares de Barcelona o los miradores de Montjuic, la promesa cálida e ingenua del sexo, aparecen como las únicas tablas de salvación y agarres sólidos frente a la incertidumbre y las tragedias cotidianas que, según pasan los años, también los van cercando.
El tono chistoso-desenfadado con el que se inicia el libro hace pensar, en el arranque, en un mero divertimento, pero, conforme avanza la historia -y, especialmente en ese homenaje sostenido al carácter épico de los predecesores- la historia gana en solidez, del mismo modo que la vulnerabilidad y la nobleza personal del protagonista (este despistado y caótico becario joven del diario La Verdad) consigue poco a poco ganarse al lector. Si es buena la sociología de aquellos años de la Transición en los que los padres trataban de prosperar, lo es también el detalle cotidiano del presente comprendido entre 2000 y 2014, el microcosmos mestizo de unos barrios de Barcelona perfectamente delineados. La presencia y el latido de la ciudad, de Montjuic, del puerto, cobran estatuto de personajes.
Miqui Otero hace comparecer también la represión franquista a partir de la historia de un maestro perseguido y encarcelado, que había diseñado un sistema de tarjetas de lectura. El libro sabe hablarnos además de nuestros tiempos de crisis, de la presencia tenaz de las diferencias sociales, de los desahucios y los acosos inmobiliarios... La conciencia de la infancia era una apertura (“había tanto por descubrir que incluso a los miedos se les llamaba misterios”), la madurez en cambio es un cerrarse y un estrecharse los caminos, la propia nostalgia se describe como una camiseta que te gustaba mucho y ya no te cabe. Humor, ironía, juegos de palabras, buena reflexión, van configurando una novela hermosa que se tiñe en la parte final de un aire doloroso, de la conciencia seria de las pérdidas irremediables.