Chimamanda Ngozi Adichie. Foto: F. Macarthur
La primera persona que me habló de Adichie fue Wole Soyinka el pasado mayo en Harvard. Después de rememorar frente a un té tiempos pasados con nuestro común amigo Derek Walcott me preguntó si había leído a su compatriota Chimamanda Adiche (Enugu, Nigeria, 1977). Debí confesarle que ni tan siquiera reconocía el nombre y me recomendó algunos títulos, auténticos "must". Ahora ha llegado a mis manos la traducción de La flor púrpura, primera novela de la autora nigeriana, que me ha capturado de la primera a la última línea. No me resultaría extraño que el nombre de Chimamanda Adiche llegara a figurar junto a los de Chinua Achebe y el propio Soyinka.La flor púrpura es un genuino bildungsroman o novela de formación. Kambili, protagonista y narradora, es una adolescente que vive en una familia singular por lo compleja. Su padre, acomodado empresario, demócrata y librepensador, no duda en enfrentarse desde las páginas de su periódico al dictador que ha tomado el poder. Pero al mismo tiempo es un fanático católico -"si todo el mundo rezara cada día, Nigeria no se tambalearía como un hombretón con piernas de chiquillo" (p. 21)- que ha impuesto un régimen dictatorial teocrático en su propia familia. Nadie escapa a los castigos físicos para enmendar malas acciones y pensamientos: derramará agua hirviendo en los pies de su hija para que entienda que "esto es lo que a uno le ocurre cuando camina hacia el pecado. Se quema los pies" (p. 192). Es domingo de Ramos y Jaja, hermano de Kambili, no comulga en el servicio religioso. Ya en casa el padre le lanza el grueso misal, aunque por suerte solo destroza unas figuritas en la estantería.
Durante las siguientes doscientas páginas ("Antes del Domingo de Ramos") se narra cómo se ha llegado a esa situación; en las próximas cuarenta ("Después del Domingo de Ramos") se cuentan las consecuencias de esa acción; y por último hay una suerte de epílogo ("El presente") de apenas quince páginas. Lo que ocurrirá -y no desvelo nada- es que la madre envenena al padre; Jaja se autoinculpa, es encarcelado y unos años más tarde, cuando un nuevo gobierno alcanza el poder, será supuestamente liberado. El ambiente social, el trasfondo narrativo, es siempre el de la violencia política, pero no representan el meollo de la trama.
Los verdaderos conflictos, la esencia de la novela, se plantea en la primera parte. Kambili, sin saberlo, se encuentra atrapada en un mundo dominado por el fanatismo religioso. Cuando la protagonista y su hermano van a vivir con la tía Ifeoma, hermana del padre y profesora de universidad, en una casa donde "la risa siempre estaba presente" (p. 141), descubren una nueva realidad. El personaje de Kambili me ha recordado poderosamente al joven Antonio en Béndiceme, Última (1972) del nuevomejicano Rudolfo Anaya, también atrapado en un universo donde el catolicismo de su madre permea la vida diaria. Si la curandera Última insufló en Antonio el aire fresco que necesitaba, será Nnukwu, abuelo de los niños y personificación de los valores ancestrales, quien encarnará la alternativa a la propuesta familiar en La flor púrpura. El padre entra en cólera cuando descubre que los niños viven con su propio padre -el abuelo- porque veía "el peligro que suponía que un pagano viviera bajo el mismo techo que sus hijos" (p. 179).
La novela no es una crítica ni a la religión en general ni al catolicismo en particular -paradójicamente será un misionero, el padre Amadi, quien ayudará a Kambili en su progresión personal- sino al fanatismo que niega otras realidades.
Hay un equilibrio entre la vida interior de la protagonista y el despótico mundo en el que vive, y también resulta encomiable cómo se desarrolla su transición interior. La madre entiende que la violencia solo puede combatirse con la violencia -envenena a su esposo-, pero las actuaciones de sus hijos -la falsa autoinculpación de Jaja- resultan ser una inteligente propuesta a la espiral de violencia.