Pilar Adón. Foto: Javi Martínez
Un poso de inquietante y perturbadora extrañeza permanece en quien se acerca a un libro de Pilar Adón (Madrid, 1971), traductora, poeta y narradora. La sensación de asistir a un universo tremendamente humano, dominado por relaciones irracionales, por emociones sincopadas, por paisajes donde habita el desasosiego y la contención. Un universo paradójico, como lo es la propia condición humana cuando se desnuda para ser proyectada sobre un espejo que no maquilla lo que refleja. Si alguien decide acercarse a uno de sus libros para descubrir qué ocurre en ellos, y conocer a la autora, que no se pierda la novela Las hijas de Sara (2003), o el libro de relatos El mes más cruel (2010), del todo huidizos con los lugares comunes, nada previsibles, y así le pondrá cuerpo a la extraña fascinación que provocan. Los dos son una buena muestra de los motores de sus historias, el lado oscuro de las relaciones, la familia, siempre detrás, condicionando y determinando. Los mismos motivos que reaparecen en Las efímeras, una novela que vuelve a la complejidad esencial del individuo: sobre la convivencia cuando es devastadora, sobre el deseo de dominio, la naturaleza que ahoga y libera, y la imposibilidad de escapar a ella.Una historia que tiene lugar en un territorio simbólico, en pleno escenario natural, casi primitivo. La protagonizan dos hermanas, Dora y Olivia, que viven aisladas, juntas y solas ("ese era el plan"), en una relación asfixiante de la que un día Olivia, la más joven, intenta escapar, acercándose al inquietante Denis, otro "desterrado" a causa de una leyenda familiar de la que no puede defenderse. Ese será el detonante de una acción que hará que en pocos días todo cambie para ellos. Por otro lado, la historia de esa extraña comunidad, llamada La Roche, representada por una casa grande y cargada de historias, regentada por Anita, a quien todos consideran la esencia del orden y la justicia. Se trata de un microcosmos al que solo llegan con ánimo de instalarse quienes "niegan lo superfluo y rechazan lo innecesario". Allí llegó también el joven Tom, que "salió de su casa para estudiar medicina y se quedó", buscando instalarse, hacerse un hueco. A Anita le ayudó a olvidar la soledad, y le trajo esperanza y desasosiego, indecisiones y suspicacias.
No hay más voces en esta historia, abierta pero sin salida, narrada por un único punto de vista que mide las palabras y hasta la sintaxis, y logra crear un espacio franqueable solo a medias. Seducen por la realidad sugerida, por la desnudez de lo que en ellos se muestra, por la soledad tan descarnada de quienes la habitan. Y por encima de todo, ese territorio dominado por la fuerza de la naturaleza, a la que todos se someten, que tiene el eco de lugares míticos e inolvidables. Inquietante y perturbadora, decíamos. Una novela que no se lo pone fácil al lector y que fascinará a los incondicionales de la escritora. A sus libros les ocurre lo que decía Marta Sanz de libros como este: que sin forzarlos, hablan de literatura solos.