John Mortimer. Foto: Murdo MacLeod
La vida del abogado y escritor inglés John Mortimer (1923-2003) constituye en sí misma una novela. Se hizo famoso, entre otros asuntos, por defender a la actriz porno Linda Lovelace y al director de una revista gay, ambos acusados de crímenes contra la moralidad pública, de los que fueron absueltos. Una serie de detectives, Horace Rumpole, y la trilogía del político conservador Leslie Titmuss constituyen sus más conocidos trabajos. Esta novela, la segunda de una serie, que se puede leer por separado sin problema alguno, da la medida de su genio para la parodia. De hecho, viene a confirmar que la vena satírica, paródica, de Cervantes es y sigue siendo la más fructífera en la narrativa universal.Mortimer escribe siempre con la burbujeante gracia de quien sabe que el lector entenderá sus bromas. Nos hace cómplices del relato como cuando una broma dicha en un grupo de personas predispuestas a la juerga contagia el humor a los demás. Ese gas de la risa una vez descorchado no hay quien lo devuelva a la botella. Pues así fluye este texto. Comienza con una pequeña escena, cuando un subsecretario del ministerio de Territorio, Urbanismo y Fomento, Ken Cracken, ha estacionado su Volvo en un bucólico bosque. Piensa aprovechar tan idílico lugar para hacer el amor a su novia, su secretaria y asesora política. Desafortunadamente, un dedicado guardabosques les echa el alto justo cuando iniciaban la faena, acusándoles de estropear el hábitat natural de unos tejones.
La siguiente escena nos sitúa en la casa de la octogenaria Grace Fanner, que yace enferma en su alcoba, acompañada de una botella de champán y del reverendo Bulstrode, que a su pesar, y por la obligación del oficio, visitar a los enfermos, sirve la bebida y escucha a la dama añorar al Dios cruel del Antiguo Testamento, el que daba caña cuando hacía falta. La anciana vive en Rapstone Manor, una estupenda casa, propiedad rural del sur de Inglaterra, que llevaba siglos en su familia. Un ministro del gobierno de la famosa dama de hierro, Leslie Titmuss, carente de refinamiento, se había casado con su hija Charlotte para ascender en la escala social, pero le salió el tiro por la culata. La esposa se declaró pacifista, lo que produjo un cierto embarazo político al esposo. Una muerta prematura impidió mayores males a la carrera de Leslie, que también había crecido en Rapstone, pero en una familia sin dinero. Un incidente juvenil, el que unos chicos de clase alta le tiraran al río con smoking alquilado durante una fiesta, y que se rieran de su pajarita pre hecha, suscito en él un odio eterno.
La ambición y la falta de escrúpulos dirigieron con seguridad la ascensión política de Titmuss. Sus antagonistas serán en ese caso unos ricos constructores, pertenecientes a la clase que el privilegio y las políticas conservadoras permitieron enriquecerse con la especulación y el ladrillo. Donde por ejemplo había un cine, lo convierten en una zona peatonal "asolada por vendavales que arrastran cartones desechados de comida china entre las jardineras de hormigón" (p. 26). El político, amigo en principio de los codiciosos constructores, se enamora de Jenny Sidonia, una atractiva viuda, a quien conquista, en parte, gracias al ofrecimiento de vivir en la mansión de la difunta Fanner. Y por muy thacherita que fuera Titmuss, ¿quién quiere tener un supermercado al otro lado del jardín? Así pues, el ministro traiciona a los constructores, no abiertamente, sino utilizando tácticas sucias.
La galería de personajes presentados, una buena parte de la sociedad inglesa, configura un espléndido retrato. La historia del matrimonio de Titmuss y Jenny, quienes llevan una vida feliz, el aspecto sexual funciona y la casa con su jardín llenan las aspiraciones de la esposa, transcurre sin problemas. Aunque la memoria de Tony Sidonia, el difunto marido de Jenny, un profesor de historia, especialista en los papas renacentistas, Borgias y demás, acaba interfiriendo en el matrimonio.