El ladrón de morfina
Mario Cuenca Sandoval
30 abril, 2010 02:00Mario Cuenca Sandoval. Foto: Ruiz de Almodóvar
El argumento se emplaza en la guerra de Corea (1950-1953), donde, entre otros personajes, conviven un colombiano y un americano que luchan en el ejército estadounidense y que establecen una curiosa relación con un nativo. Ese eje sirve para el previsible o ineludible despliegue de los horrores de la guerra al hilo de un puñado de acciones bélicas más intensas que detalladas, más visionarias que naturalistas. En cualquier caso, Cuenca Sandoval consigue una atmósfera de violencia, irracionalidad, sinsentido, terror o angustia en la línea de las mejores páginas de la literatura antibelicista y antimilitarista.
Aunque valga por sí misma esta intencionalidad, más bien sirve de soporte a otra línea, la principal, centrada en el despliegue de relaciones humanas que abren exploraciones diversas acerca de la hermandad, la ternura, la compasión, el sexo, la esperanza, la muerte, la culpa, la ideología, la identidad o el ser apócrifo.
En cierto sentido, El ladrón de morfina es una novela filosófica que, a partir de una situación concreta, despliega observaciones de calado metafísico por medio de formulaciones alegóricas (las figuras del ángel y del idiota) o de intuiciones poéticas (la nieve, las formas de la belleza).
Esta escritura densa se materializa mediante un sistema narrativo de aliento novedoso en su concepción global, aunque se apoye en procedimientos clásicos, como el manuscrito traducido. Mario Cuenca desarrolla un complejo sistema de puntos de vista en la narración, introduce rasgos vanguardistas (varios dibujos infográficos y notas a pie de página), dispone el texto como lectura de Edgar Allan Poe e incorpora materia ensayística. El resultado es una novela exigente sin lugar a dudas, que requiere esfuerzos excesivos de lectura. Ni siquiera las buenas trazas de narrador ágil del autor amortiguan su dimensión demasiado abstracta, que lastra la anécdota, mortecina, y a los personajes, de insatisfactoria caracterización. Lo mejor de El ladrón de morfina reside en la excepcional capacidad de Cuenca Sandoval para narrar creando constantemente vigorosas y personales imágenes.