El sueño del caimán
Antonio Soler
25 mayo, 2006 02:00Antonio Soler. Foto: Javi Martínez
La rememoración del tiempo pasado, la evocación de momentos pretéritos de la existencia y el buceo reflexivo en los entresijos de la memoria, a veces sólo borrosamente conservada, son algunos de los componentes esenciales en la obra narrativa de Antonio Soler. El sueño del caimán no es una excepción, sino una variante temática.
El narrador se ha convertido en un solitario. Ha enviudado, no tiene amigos y con sus compañeros de trabajo apenas intercambia las palabras imprescindibles: "He perdido mi vida en la nada. Sí, tuve un soplo de ilusión, de justicia, una bocanada de algo que se parecía a la pasión, pero después vino el vacío y la huida" (p. 117). Se aferra al asidero de unos cuantos recuerdos que sobresalen por encima de otros y se reiteran obsesivamente: las reuniones del grupo de activistas, los esporádicos encuentros con Vera, el recuerdo de su madre, viuda y casada en segundas nupcias con un hombre de perfil borroso y distante, el barracón donde el niño ayudaba a cazar gorriones, la primera e inocente novia malagueña... Con el tiempo, la vida pasada va teniendo contornos menos definidos, y se reduce a unos cuantos hechos heterogéneos que acuden una y otra vez a la conciencia, lo que se aviene bien con un estilo cortado, salpicado de enunciados simples, a veces nominales, que se precipitan como impresiones sueltas, como destellos que se acumulan en un discurso que el lector debe completar: "El resplandor de los focos en su cara. Los claroscuros afilando todavía más los rasgos de Sebastián Pasos, también de pie, al lado de Rojinsky. Un mechón bajando suave por el rostro inclinado de Vera. La mirada intensa de Bielsa a Rojinsky, a todos nosotros" (p. 121). Esta deliberada parquedad estilística se une a la visión del mundo que ofrece el personaje, que se caracteriza como "un cúmulo de células combinadas que deciden por sí mismas" (p. 23) y ve en los sentimientos el resultado del "comportamiento de un enorme conjunto de células nerviosas y de las moléculas que éstas llevan asociadas" (p. 26) -es evidente, por ejemplo, la lectura de obras como El error de Descartes, de Antonio Damasio-, para ofrecer un punto de vista de los hechos descarnado y sin ribetes sentimentales, todo lo cual no oculta, sin embargo, abundantes toques poéticos que son característicos de la prosa de Soler, lo mismo que ciertos guiños literarios.
Así, se habla de un mago que se llama " Rafael Pérez Estrada" (p. 122), pero también de un soldado del polvorín llamado "Ruiz Noguera" (p. 37), apellidos que coinciden con los de otro poeta malagueño de la generación del autor. Soler es un buen escritor, a pesar de ciertos descuidos ("el mismo hacha", p. 29; "iba a morir en menos de una hora", p. 161, por ‘antes de una hora’), hasta el punto de que siempre produce la impresión de que su prosa se eleva por encima de sus historias y de su creación de personajes. Y, al margen de esto, su obra merecía más respeto por parte de los correctores de pruebas, que no corrigen "abdómen" , "ambigöo" o "material de deshecho".