La playa del horizonte
Juan Cruz
24 junio, 2004 02:00Juan Cruz. Foto: Mercedes Rodríguez
Las dos primeras y ya lejanas novelas de Juan Cruz -Crónica de la nada hecha pedazos (1972) y Naranja (1975)- mostraban una decidida voluntad experimental y un acercamiento a fórmulas narrativas alejadas del modelo clásico. Con menos rotundidad, La playa del horizonte mantiene ciertos caracteres análogos, como el rechazo de la narración lineal, el gusto por el monólogo interior y el entrecruzamiento de planos temporales o la mezcla de sueño y realidad.El lector puede preguntarse qué se le ofrece en estas páginas, y el mismo narrador afirma: "Echado aquí lo mezclo todo, no sé si es verdad o mentira lo que cuento, si es autobiografía o engaño" (p. 101). La aseveración "la única verdad es que me llamo Juan y estoy loco" (p. 182), así como la coincidencia entre múltiples hechos evocados y ciertos datos conocidos de la vida del autor invitan a pensar en un texto confesional en que narrador y escritor coinciden. Pero esta perspectiva suele ser engañosa. Lo que se produce en estas páginas es el proceso de construcción de un personaje -que sin duda incorpora experiencias propias del autor- que nos conduce, más que a la autobiografía, al autorretrato. Un autorretrato hecho de recuerdos que a menudo se presentan simultáneamente, liberados del orden cronológico, y que incluyen pequeños relatos y sueños que van formando un magma del que surge poco a poco, en sucesivos vaivenes, el perfil de un personaje rememorado desde la perspectiva de un narrador postrado en la cama de un hospital -como en un renovado Diario de un enfermo- que hilvana sus recuerdos para "recuperar el tiempo que ya es sólo memoria" (p. 177) y que declara conformarse "soñando que soy feliz" (p.178). La reducción de la vida a sueños convierte La playa del horizonte casi en la materialización novelesca de una conocida metáfora de Shakespeare en The Tempest, cuando Prospero afirma: "We are such stuff/As dreams are made on...".
Entre los recuerdos y ensoñaciones que componen el soliloquio del personaje hay agudos retratos de escritores con los que mantiene alguna relación -Onetti, ángel González, Sarduy, Juan Benet y otros- y que dan la medida del buen periodista que hay en el autor, capaz de sorprenderlos en un gesto característico, en un tic verbal, en un sintético escorzo que los delinea perfectamente. Y, si el comienzo del texto es titubeante y plagado de afirmaciones peregrinas mediante pares reductores ("están vivos o ya no están", "los vi bañarse en el mar o fueron conmigo a las montañas", "la gente grita por los pasillos cualquier recado o cualquier olvido") o con símiles de dudosa aceptación ("cae sobre tu cabeza como un paño que hace líquida cualquier palabra"), la prosa crece luego en precisión e intensidad -aunque con algún descuido letal, como en "se abre la cortina y aparece una mano haciendo muecas" (p. 20)- y sostiene bien una historia que con otro pulso se habría desflecado irremediablemente.