Image: El corazón de Tártaro

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Novela

El corazón de Tártaro

ROSA MONTERO

14 marzo, 2001 01:00

Espasa. Madrid, 2001. 268 páginas,

Parece difícil que una mezcla de elementos tan diversos como realismo directo, símbolos y paráfrasis literaria pueda dar un resultado homogéneo. Sin embargo se consigue, y bien

La lectura que prende por el interés intrínseco de los sucesos referidos no tiene por qué carecer de un fondo intencional que la convierta en buena literatura y supere el pasajero entretenimiento. Es más: contar anécdotas en sí mismas atractivas puede ser excelente base para construir un relato cargado de intención y trascendencia. Si todo ello se hace a partir de asuntos de verdad importantes -de los que afectan al ser humano en su doble vertiente existencial e histórica- y con una estudiada disposición artística estamos en la pista de esa literatura buena por su acertada aleación de fondo y forma. Esto es lo que ocurre con El corazón del Tártaro, una prueba más de la seriedad con que Rosa Montero, una autora perjudicada a estos efectos por su periodismo directo y combativo, afronta la creación y, también, del acierto que marca desde hace tiempo su escritura novelesca.

Antes de nada habría que decir que El corazón del Tártaro es el resultado de un múltiple impulso: primero, del olfato para saber dónde hay una realidad de fabulación necesaria; luego, de la urgencia de intervenir en el mundo propia de un escritor moral, y por fin, aunque no en último lugar, de la voluntad de construir un artefacto literario que, a partir de unos hechos más o menos precisos, alcance una dimensión general, valiosa para el aquí y el ahora, pero universalizable en el espacio y en el tiempo. De ahí que la novela termine con una declaración de principios que pone en claro lo que piensa la autora de la existencia. Yo la hubiera quitado, porque en literatura es más rico lo sugerido que lo explícito, pero se entiende que ella la ponga porque la decisión está estrechamente unida a un elemento capital de la novela, la personalidad del narrador.

Cuenta Rosa Montero en El corazón del Tártaro el regreso de una treintañera, Zarza, por un lado, a la infancia, y por otro a los años en que estuvo entregada a la Blanca y regida por la Reina (nombres que designan la droga y su despótica tiranía). Una súbita y amenazadora llamada telefónica trastorna su presente, dedicado a un tranquilo trabajo en la edición de textos clásicos, y la obliga a rescatar aquel tenebroso pasado. A lo largo de 24 horas revive su historia, llena de violencias y traumas. Salen a relucir personajes terribles, odio cainita y situaciones límite que coexisten con el ensimismamiento de otro personaje, éste entrañable, un hermano deficiente de Zarza, a partir del cual la autora libera dosis de afortunada ternura. Conviven de este modo el desgarro y el documento contemporáneo con lo poemático. A la vez, esa historia principal presenta un paralelismo con un supuesto relato medieval, una aventura cortés de amores extremos cuyo desenlace tiene varias hipotéticas posibilidades. Este remoto contrapunto ilumina la acción presente y se articula en el conjunto narrativo con toda propiedad. De modo que ambas peripecias se enriquecen mutuamente y permiten que la novela entera marche al unísono hacia el sentido general que Montero pretende.

Debe aclararse que se ponen en juego otros recursos más. La intriga es uno de ellos, y está perfectamente dosificada, mediante el buen arte de hacer avanzar con justa tensión un relato que guarda una gran sorpresa, que aquí no debo desvelar, para el último momento. El otro consiste en dotar a toda la peripecia de un aire espectral, algo no ausente en libros anteriores de Montero, para que la realidad adquiera la dimensión de una alegoría.

Parece difícil que una mezcla de elementos tan diversos como realismo directo, símbolos y paráfrasis literaria pueda dar un resultado homogéneo. Sin embargo se consigue, y bien. La clave está en el mencionado narrador. Se trata de un factor curioso. Cuenta la historia una voz que la domina por entero y que se permite intervenir en ella. Se parece algo a ese autor implícito normal en la narrativa clásica que percibimos como alguien diferente al autor real de la obra.

Pero, a la vez, posee algunos rasgos que apelan a la propia autora. Con ello, por una parte reconocemos que estamos en un terreno imaginario, en un ámbito de ficción. Por otra, aceptamos de buen grado referencias a una experiencia cierta, no fabulada. Así ocurre con alguna mención de personas o hechos reales y constatables.
Este feliz planteamiento se debe a que Rosa Montero busca que su obra se lea como una interpretación imaginativa de un mundo real cuya última responsable es ella misma. Es autora sin dejar de ser testigo; novelista sin perder la condición de ciudadana. Tal enfoque pide una participación cómplice del lector, dispuesto, en virtud de ello, a compartir una experiencia moral convertida en ficción. Se revela de este modo la voluntad ética de la novela cuya raíz se halla en el compromiso social de la escritora.

Mantener con firmeza este papel hoy no muy acreditado y hacerlo con medios estrictamente literarios es el reto de la autora. Lo afronta sin renunciar a una patente voluntad crítica y arriesgándose a montar un relato de cuño original. Tal empeño lo supera con fortuna: un relato fluido y emocionante pone ante los ojos el infierno pero nos convence de que, a pesar de los pesares, en la vida cabe la esperanza.