Los días previos a que Putin lanzase su zarpazo atroz sobre Ucrania, en las tertulias televisivas y el columnismo patrio, había muy pocas -o ninguna- voces que advirtieran que el presidente ruso no iba de farol. La opinión mayoritaria, incluso de expertos que habían desarrollado en la zona buena parte de su carrera profesional, era que las amenazas eran un mecanismo incruento (ladrar sin morder) para mantener a raya las maniobras destinadas a que Ucrania, todavía más, se desgajara de su órbita imperialista. Borja Lasheras (San Sebastián, 1981), sin embargo, ya venía indicando desde 2014, año de la revuelta del Maidán, que su afán expansionista no se limitaría al Donbás y a Crimea.
Una sospecha que fue corroborando a medida que transcurría el tiempo y veía que la situación se enconaba. Y a medida que él también conocía más a fondo el país eslavo, por el que lleva viajando asiduamente desde 2015 y que ya considera su “segunda casa”. “Algunos me tildaron de ‘rusófobo’ por opiniones entonces incómodas, pero el tiempo pone a todos en su lugar”, recuerda. Pugnó con otros analistas de la geoestrategia internacional, incluido representantes del establishment diplomático de Moncloa, donde él estuvo trabajando como asesor, y al final se comprobó que tenía razón. No lo celebró, claro. “Francamente, hubiera preferido mil veces equivocarme”, apunta a El Cultural, por correo electrónico desde Ucrania.
El intercambio de mails tiene como justificación el lanzamiento de Estación Ucrania (Libros del KO), un volumen abigarrado, a caballo entre el diario íntimo, la crónica periodística y el ensayo cultural y geoestratégico, donde destila su larga experiencia en aquella tierra ensangrentada. Un trabajo, en fin, cocinado a fuego lento, al contrario de publicaciones oportunistas al calor del estallido de la guerra, la cual también está muy presente. Pero, eso sí, con toda la información que nos va proveyendo Lasheras se ve como una tragedia mucho más cercana que cuando la contemplamos en los informativos o los periódicos. El horror escuece mucho más tras recorrer de principio a fin este texto impresionista.
Duele constatar cómo los misiles han asordinado una eclosión cultural que empezó a mostrar síntomas de su efervescencia a partir del Maidán (‘plaza’ en ucraniano), la revuelta que derrocó al presidente prorruso Víktor Yanukovich. Un hito de esta vitalidad creativa es Atlantis, la película de 2019 que presagiaba el encontronazo con Rusia. Tal oleada se sumaba a otras anteriores. “Como la generación vanguardista del Renacimiento ejecutado, en la primera década de la Unión Soviética, que en algunas cosas me recuerda a la nuestra del 27, y también la de los sesenta, los shistdesiatnyky (algo así como sesenteros), disidentes y artistas como los poetas Vasyl Symonenko y Vasyl Stus. Gran parte de esa intelligentsia ucraniana tuvo un final trágico, a manos del régimen soviético”.
En estos meses de guerra, son ya unos cuantos los creadores que han caído, en combate o represaliados. “Como el cineasta Viktor Onysko, muerto hace poco en el frente, o Volodymyr Vakulenko, escritor de cuentos infantiles asesinado por las fuerzas de ocupación rusas. Sus restos aparecieron en una fosa común de Izyum, en el noreste. Otros autores como Serhiy Zhadan, uno de los personajes en mi libro junto a Nadia Parfán, directora de cine vanguardista, los Andrujóvych (Yuri, padre, y Sofía, hija), Bohdana Neborak, o músicos como Slava Vakarchuk, reparten su tiempo entre voluntariado, dar voz a Ucrania y festivales culturales (los hay todavía, he ido a alguno)”.
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Se trata de figuras clave para poder adentrarse en la idiosincrasia ucraniana, ahora que tanto interés despierta, después de ser un país muy relegado en la agenda occidental. Habría que incluir las valiosas aportaciones del escritor Andrei Kurkov (Diario de una invasión, Abejas grises) y el historiador Serhii Plokhy (Las puertas de Europa), ambos traducidos y publicados en España. Lasheras echa mano de otro historiador -Andrew Wilson- para subrayar que esa idiosincrasia está menos entrelazada con Rusia de lo que pudiera parecer: “Ucrania y Rusia han vivido más tiempo separadas que juntas, y, cuando estuvieron juntas, no se llevaron muy bien”, afirma el investigador de la Universidad de Yale, especialista en el pasado de Europa oriental.
“La vinculación con Rusia de gran parte de lo que hoy es Ucrania -apunta Lasheras- fue por sometimiento imperial (sobre todo a partir del siglo XVIII) y, a veces, por matrimonios de conveniencia de élites en el poder. Ucrania no votó para entrar en la URSS en 1922, pero sí para salir en 1991. Los ucranianos han dado siempre señales claras de ser sujeto, de rechazo a los autócratas, de ansias de libertad y de existir”. En Estación Ucrania hace una precisa disección sociológica de aquel Maidán que abrió la brecha con Rusia todavía más. Una rebelión que arrancaron los activistas y que, poco a poco, movilizó a buena parte de la sociedad ucraniana, cuando vieron con sus ojos la brutal represión que sufrían los manifestantes pioneros.
En las plazas, frente a Yanukóvich y los tejemanejes rusos, convergieron etnias e ideologías diversas. Esa pluralidad se utilizó para poner bajo sospecha el propio movimiento, que para Lasheras tuvo un origen muy similar al 15-M. Algunas analistas pusieron en circulación la especie de que la ultraderecha más nacionalista llevaba la batuta en la protesta. Lasheras a los hábiles propagandistas del Kremlim y algunos corrientes de extrema izquierda.
Aparte da a "algunos periodistas despistados" incapaces de distinguir el tryzub -el tridente del escudo de armas de Ucrania- con los símbolos del Pravy Sektor, partido político paramilitar ya casi extinguido en la actualidad pero muy activo en el Maidán. El autor de Estación Ucrania lamenta que algunos conspicuos influencers mediáticos compraran ese relato que equipara a los empleados por Hitler y Stalin para justificar su barbarie (también invocaban la defensa de minorías propias fuera de sus fronteras para llevar a cabo sus violaciones de la integridad territorial de otros países).
"Igual que a los españoles se nos mira con rentintín por el pasado franquista, respecto a Ucrania hay un halo de sospecha"
Lasheras, además, pone un ejemplo que puede resultar significativo y esclarecedor para el lector español: “De igual manera que a los españoles aún se nos mira con cierta retintín por el pasado franquista, en parte del discurso público en relación a la Ucrania actual ha pesado cierto halo de sospecha por el impacto de esa propaganda antiucraniana y sus tontos útiles”.
Rechaza también que sea cuestionada la presencia de líderes políticos occidentales en la plaza de la Independencia durante el Maidán. Particularmente significativo fue que se personara el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, lo que en Rusia se identificó como una injerencia y como un intento de malquistar a los ucranianos con ella. Así lo afirmaba por ejemplo Daniel Utrilla, que fue corresponsal en Moscú de El Mundo y autor de A Rusia sin kaláshnikov (también en Libros del KO, por cierto). Este periodista ponía el grito en el cielo en una entrevista en Jot Down: “¿Tú te imaginas a un ministro ruso gritando abajo Rajoy aquí en el 15M?”.
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Lasheras replica: “En esos meses en Ucrania, que ya era país socio de la UE, miembro de su Asociación Oriental y receptor de millones de euros para impulsar la democracia y el Estado de Derecho, fuerzas de seguridad del gobierno se dedicaban a apalizar manifestantes, torturar a unos cuantos… Que líderes europeos se interesaran por lo que pasaba es lógico: es su responsabilidad. Pero lo que hicieron fue presionar a la oposición y las fuerzas del Maidán para aceptar un acuerdo que mantenía a Yanukóvich en el poder, tras casi cien muertos (él cogió su dinero y se fue a Rusia)”.
Como hicieron algunos miembros de las depredadoras élites económicas del país cuando vino la guerra. También pusieron pies en polvorosa. Lasheras trae a colación lo que le contó una conocida: a finales de febrero, cuando la hecatombe se puso en marcha, “veía desfilar delante de su casa en dirección a la cercana frontera polaca a bastantes cochazos, mientras hombres de su pueblo, sin formación militar, se alistaban voluntariamente, aunque no tenían por qué”. Una vieja historia sobre quién sufre realmente el embate dañino de guerras decididas en suntuosos despachos.
Es la principal sombra de la sociedad del país eslavo que enuncia Lasheras en Estación Ucrania, que en realidad emerge como una documentada defensa historiográfica y cultural de Ucrania. Una defensa que tiene un profundo poso emotivo, dada la relación sentimental que Lasheras mantiene con la activista Lesya, una de las primeras que acudieron a la plaza de la Independencia cuando Yanukóvich dio marcha atrás a los acercamientos del país a la UE. El suyo es un testimonio más en un libro polifónico sobre un país que se debate entre la tragedia y la esperanza. Lasheras no pierde esta última a pesar de tanto plomo, aunque no por ello deja de ser realista: “Hay guerra para rato”.