J. M. Coetzee. Foto: Archivo
Hace quince, quizá dieciséis años, J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1949) era un desconocido en España. Aún recuerdo mis infructuosos paseos por las librerías de segunda mano, buscando Vida y época de Michael K. o Esperando a los bárbaros. Cuando recibió su segundo Booker Prize por Desgracia, la mayoría de los suplementos culturales desdeñaron reseñarlo. Javier Marías, lector perspicaz y de fino criterio, no desperdiciaba la ocasión de destacar las excelencias de su literatura, pero su voz obtenía escasa resonancia. Después del Nobel, la indiferencia se transformó en reconocimiento unánime. Se reeditaron sus libros y, poco a poco, se rescató su obra crítica. Ahora se publica una selección de ensayos con el título Las manos de los maestros.Coetzee aborda el estudio de varios autores con una prosa deliberadamente nítida, huyendo de las grandes teorías de la crítica francesa o norteamericana. Su forma de comentar cada obra se inscribe en la tradición de la alta divulgación anglosajona, que elude abrumar al lector con simetrías ocultas, significados remotos y filigranas retóricas. Su selección no es casual. Obedece a su concepción de la literatura y a sus fobias y filias. Sus análisis no son tendenciosos, pero a veces se parecen a un ajuste de cuentas, como en el caso de Gordimer, con la que ha mantenido ásperas polémicas sobre el papel del escritor en sociedades tan opresivas y discriminatorias como la Sudáfrica del apartheid.
Coetzee se pregunta qué es un clásico. No le parece aceptable la definición de Borges, según la cual un clásico es una obra a la que nos acercamos "con previo fervor y con una misteriosa lealtad". Para Coetzee, "lo clásico es aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitirse ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio". Cita como ejemplo su propia experiencia con Bach, al que descubrió por azar en Ciudad del Cabo el verano de 1955. Tenía quince años y su principal problema era el aburrimiento. Carecía de conciencia social y aún no se había planteado ser escritor. Un vecino hizo sonar una grabación de El clave bien temperado y se quedó "helado, sin atreverse ni a respirar". No se trató de una epifanía religiosa, sino de un inesperado y subyugador encuentro con la belleza. Años más tarde, evocó ese momento como un indicio de la naturaleza de los clásicos, cuya característica esencial es que están "vivos". La función del crítico es comprobar que sus constantes vitales no se han apagado. No puede haber previo fervor ni misteriosa lealtad, sino una interrogación permanente sobre la vigencia de la obra.
Desde esta perspectiva, Coetzee examina a Turguéniev, Walt Whitman, Faulkner, Arthur Miller, Philip Roth, Josep Roth, Hölderlin, Musil, Svevo, Sándor Marái, Samuel Beckett, Juan Ramón Jiménez, García Márquez y otros autores menos célebres. No es posible detenerse en cada ensayo, pero sí podemos identificar el planteamiento crítico de Coetzee, que no pertenece a ninguna escuela ni se ajusta a ninguna metodología. Coetzee se postula como simple lector que sale al encuentro de la obra, sin otro propósito que expresar su punto de vista. Cada lectura es una vivencia y, por tanto, su valor es relativo. Puede ser "descentrada" por el tiempo, pero siempre quedará el sincero propósito de comprender sin incurrir en devociones histéricas.
El humor acompaña a cada reflexión, arrojando sombras indulgentes o permitiéndose licencias que convierten la crítica en una forma de creación literaria. Si tuviera que escoger un ensayo me quedaría con "Erasmo: locura y rivalidad", que aborda la interpretación de la poesía como un lenguaje alternativo a la razón. El poeta "habla" de otra manera. Coetzee se acerca Susan Sontag, cuestionando el papel de los exégetas que entierran la obra bajo un lenguaje plagado de tecnicismos. Erasmo es un ejemplo de "resistencia a ser interpretado en el marco de otro discurso y convertido en parte del mismo".
Las manos de los maestros es un extraordinario ensayo que respeta escrupulosamente los textos, aventurando que el crítico, libre de dogmas y teorías, sólo debe ser un lector dispuesto a escuchar una voz, sin distorsionar su eco. La experiencia estética es un acto de amor, no una forma de dominio.
@Rafael_Narbona