Hans Magnus Enzensberger. Foto: Herlinde Koelbl
Calificar de discordias las principales fuentes de conflicto que Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Alemania, 1929) analiza en los tres ensayos y una coda o parábola recogidos en este libro es edulcorar innecesariamente los veintisiete años que nos separan de la caída del muro de Berlín. Las diez últimas páginas, en la que compara la rebelión Taiping que destruyó China en el siglo XIX con la yihad de Al Qaeda y del Estado Islámico, con su florilegio de adláteres, que pretende erigir un imperio de la violencia entre el Mediterráneo y Pakistán, ya justifican la lectura de este libro.Han pasado casi quince años desde la publicación del primero de estos ensayos, La gran migración, y parece -por la profundidad de sus reflexiones, su perspectiva histórica y la calidad de sus propuestas de solución- un programa de acción pensado para salvar a Alemania y al resto de Europa de la crisis actual de los refugiados. A partir del mito de Caín y Abel, reflejo del conflicto territorial entre nómadas y sedentarios que culmina en parricidio, el gran ensayista, guionista y pensador alemán vuelve a las raíces de los desplazamientos humanos, a sus causas y a sus consecuencias para demostrar que "tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas... anteriores a cualquier otra forma social conocida".
"Los movimientos migratorios a gran escala", señala, "siempre desembocan en luchas de reparto" y "el sentimiento nacional gusta de reinterpretar tales conflictos, siempre inevitables, aduciendo que tienen que ver más con recursos imaginarios que con materiales". Campo ideal para la demagogia.
La globalización, la multiplicación de pueblos declarados superfluos o sobrantes y los nuevos medios de comunicación han transformado los movimientos de población -que en muchos casos sustituyen a las viejas campañas de conquista de los Estados-, pero están fuera de lugar el fatalismo y el alarmismo, pues, "hasta el momento, tan sólo se ha puesto en movimiento una fracción ínfima" de las grandes corrientes migratorias que nos esperan.
¿Qué aportan y qué cuestan a los países de origen y de destino? ¿Hasta cuándo seguiremos creyendo en las grandes mentiras sobre refugiados, emigrantes y políticas de extranjería? ¿Cómo conciliar el derecho de asilo, el freno obligado de la xenofobia y el control de los tráficos ilegales? No hay soluciones milagrosas, pero Enzensberger aporta consejos valiosos para evitar los errores más graves. Releer hoy el segundo ensayo, dedicado a las guerras civiles -entre treinta y cuarenta- que asolaban el mundo en el año 1993, y no tener que cambiar prácticamente ni una coma, indica la capacidad del autor para liberarse de las cadenas de la actualidad. "Las guerras civiles de nuestros días -las macro y las micro o moleculares que siembran de muertos cada día muchas ciudades de países supuestamente en paz- estallan de forma espontánea, desde dentro", escribe. Ya no precisan de potencias extranjeras para que el conflicto se intensifique y el tráfico de armas ha pasado a ser una fuente de ingresos secundaria. Las guerras de liberación nacional y de resistencia contra el extranjero, el opresor o el infiel han dejado paso a las guerras de todos contra todos.
Más allá de las diferencias entre unas guerras y otras, y entre la violencia en cada una de ellas y en las calles de muchos países en paz existe, en opinión del autor, un denominador común: el carácter autista de los criminales y su incapacidad para distinguir entre destrucción y autodestrucción a medida que ha ido desapareciendo todo vestigio de legitimación y la violencia se ha desligado por completo de justificaciones ideológicas.
Lo que nos diferencia de generaciones anteriores es que nos hemos convertido en meros espectadores. "Hoy los asesinos se muestran dispuestos a ser entrevistados y los medios de comunicación se sienten satisfechos de poder asistir a la matanza", escribe. "La guerra civil se convierte así en una serie televisiva y los combatientes muestran sus crímenes ante las cámaras. Puede que piensen que así aumenta su prestigio".
El horror, viene a decirnos, es lo habitual y lo impensable puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar. Los medios audiovisuales, quieran o no, si cumplen con su obligación de informar, inevitablemente acaban haciendo publicidad gratuita de la violencia.
El tercero de los tres ensayos del libro, El perdedor radical, publicado en 2006, es una radiografía compleja y un tanto freudiana de la minoría frustrada, casi siempre hombres desconectados que, movidos por un instinto de muerte o una energía destructiva (nunca por afán de conservación), acaban descubriendo un detonador ideológico que los transforma en terroristas, asesinos, suicidas o genocidas. En ese grupo caben desde Napoléon y Hitler a Al Bagdadi y Osama Bin Laden. El motivo que provoca el estallido suele ser insignificante y la única solución imaginable para su problema, explica H. M. Enzensberger, "es acrecentar el mal que les hace sufrir", sea real o imaginario.
Para demostrarlo, se adentra en la obra de Spinoza, Kant y Lichtenberg, en el desprecio de la vida humana manifestado por los héroes en casi todas las culturas y religiones, en las precedentes del terrorismo contemporáneo en la Europa de los siglos XIX y XX, en la barbarie del nacionalsocialismo y en las raíces del declive árabe que hace quince años mostró claramente el primer Informe de Desarrollo Humano Árabe elaborado por encargo de la ONU entre 2002 y 2004.
A partir de ahí presenta un perfil del terrorista islámico de hoy como un nuevo prototipo del perdedor radical de siempre: "la misma desesperación por el fracaso propio, la misma búsqueda de chivos expiatorios, la misma pérdida de realidad, el mismo machismo, el mismo sentimiento de superioridad con carácter compensatorio, la fusión de destrucción y autodestrucción, y el deseo compulsivo de convertirse, mediante la escalada del terror, en el amo de la vida ajena y de la muerte propia".