Conforme pasan los años y caen las hojas de la vida, el mundo, que antaño pudo parecernos hogareño y prometedor, tiende a enrarecerse, a adquirir un aspecto menos amable, a cargarse de obstáculos imprevistos y pérdidas irremediables, hasta hacer que en el horizonte último de nuestros afanes no divisemos ya otra cosa que esa inquietante imposibilidad con la que todo acaba, ésa que antes había sido casi invisible. La melancolía que acompaña a esta mirada al atardecer de los días tiene mucho de sabia lección de desengaño. Pero si no se acierta a modular su innegable componente subjetivo y circunstancial, si uno se empeña en endosar a las cosas la responsabilidad del ánimo cansado que también forma parte de la experiencia de nuestro paso por el mundo, se corre el riesgo de acabar condenando el presente como un lugar de negatividad, en vez de comprender cuánto hay en todo esto de ley de vida del espíritu.
Hegel, pensador curado de romanticismo, sería un buen ejemplo de lúcida modulación. El pesimismo destilado por la crítica de la cultura de finales del siglo XIX y principios del XX, que tan patente resultó en pensadores como Spengler, Ortega o Heidegger, y de cuya herencia intelectual George Steiner (1929) es uno de sus más conspicuos representantes actuales, sería más bien un ejemplo de lo primero. De ahí que, en este inspirado ensayista y buen conocedor de la cultura europea que es Steiner, las consideraciones sobre la decadencia del presente, sobre la pérdida de sentido de la cultura contemporánea y la nostalgia de absoluto, sin dejar de tener su dosis de verdad, hayan podido sonar tantas veces con el tono antipático del mero juicio condenatorio de signo reaccionario.
En esta ocasión, sin embargo, el artificio literario al que recurre para hilar una colección de ensayos -presentándolos como Fragmentos salvados del fuego y redactados por un supuesto moralista y retórico del siglo II, Epicarno de Agra- ayuda a suavizar dicho tono, introduciendo un saludable distanciamiento irónico en sus apreciaciones. Amparado en esta ficción, Steiner aprovecha para regalarnos unos personalísimos comentarios a cada uno de esos fragmentos, que condensan sus principales intereses vitales e intelectuales.
“Cuando el rayo habla, dice oscuridad” recrea el juego metafórico entre luz y tinieblas, de larga tradición mítica, religiosa, filosófica o artística, como expresión de la condición ambivalente que siempre acompaña a nuestra existencia. “Amistad, homicida del amor” analiza el contraste entre el sentimiento del amor, tan estimulante que nos induce a una entrega completa, y el sosiego propio de la amistad, que nos concede un espacio de libertad, para defender la conveniencia de modular eros con philía en el curso del tiempo. “Hay leones, hay ratones” plantea la cuestión, políticamente incorrecta, de que ninguna educación igualitaria puede superar las enormes desigualdades de talento con que nacen los seres humanos. “El mal es” reflexiona sobre la persistencia del mal pese a los intentos de muchas teorías por disolverlo, banalizarlo o considerarlo remediable.
En esta convicción expresa Steiner la veta trágica -no simplemente pesimista- de su pensamiento: no son, pues, meras razones circunstanciales, históricas, contingentes, las que abonan sus diversos juicios críticos sobre el estado de cosas de nuestro mundo. Hay una constante en la vida humana que nos inclina a esta pérdida de sentido, por más que algunas de las características de nuestra sociedad - así el capitalismo salvaje del que habla “Canta dinero a la diosa”, o el eclipse de lo divino tratado en “Desmiente al Olimpo si puedes”- agudicen los motivos para la tristeza del pensamiento.
Pese a ello, en los últimos capítulos “¿Por qué lloro cuando canta Arión?”, “Amiga Muerte”, Steiner reivindica con fuerza el goce estético como una cierta vía de redención frente a los absurdos de la existencia y la reconciliación del hombre con su propia mortalidad. La música, en su indefinido placer, nos hace sentir una significación que escapa a la prosa del mundo. Abiertos a la hondura siempre más abismal que posee la existencia, agradecidos por ese don, aunque se nos escape, podemos despedirnos de él con otro acorde menos disonante. Es lo que parece haber intentado Steiner en estas bellas páginas, que tanto suenan a testamento espiritual.