Me perdonarán que escriba en un tono fuertemente biográfico, pero me parece el único modo de abordar este tema. Quiero que imaginen a un niño de diez años que se siente como un elfo oscuro, encerrado en un bosque mental bastante hermético, y que encuentra una edición en catalán de El Hobbit, un libro grueso y amarillo, de Ediciones La Magrana, en la biblioteca escolar del CEIP El Sagrer, de Barcelona.
Me gustaría recalcar esta imagen en un momento en el que en Cataluña muchas bibliotecas escolares están yendo a parar a la basura. Un encuentro que cambió mi vida de arriba a abajo, para darle un giro total, un giro hacia la vivencia del arte de la lectura y la escritura, un giro hacia una vocación totalizante dirigida al mundo de los libros. De algún modo volví a nacer, nací otra vez para las historias y los valores que nos hacen mejores, como la tenacidad, la valentía, la autonomía y la arrogancia de continuar luchando contra la pulsión del desaliento.
Javier Marías explicaba que él era del Real Madrid porque serlo era su modo de continuar conectado con su infancia. Pues bien, yo soy tolkieniano de una sola pieza por el mismo motivo. Compro todas las ediciones y reediciones que siguen surgiendo del archivo del escritor, sigo devorando las tres partes de El Señor de los Anillos como si no pasaran los años, sigo viendo una y otra vez todas las adaptaciones cinematográficas que han ido saliendo, y que me parecen adecuadas y hechas con dignidad y cariño. Sobre mi mesa hay ejemplares de Minotauro de hace medio siglo que no abriré para no ajarlos: lo mío es una férrea y totalmente feliz idolatría fetichista.
Tolkien me quijotizó: me condujo al amor del mundo, la obstinación en el luchar y el crear...
Tolkien es un creador inmenso: muchos lo han imitado, pero para dar una idea de la clase de artista que era fijémonos en un solo detalle. Muchos crean mundos, e incluso los dotan de idiomas que antes no existían. Pero es que J. R. R. Tolkien no solo inventó un buen puñado de idiomas, sino también su evolución diacrónica, es decir, también la lingüística histórica que permitía filiar conceptos, fonemas y magias, entre estirpes y a través de edades y siglos. Solo un sabio gigantesco es capaz de algo así.
Solo un filólogo genial, y me gustaría subrayarlo en un país que está cerrando sus facultades de Filología. De Tolkien pasé a Dostoievski y Chéjov. Y de allí no me he movido demasiado. No me alejo mucho de casa. Tolkien es mi casa. Sus libros son como las grandes sinfonías: modos de congelar el tiempo y concederle una chispa de eternidad, la eternidad que surge del contarnos historias entre seres humanos.
Tolkien me limpia, Tolkien equivale a unas Mil y una noches, Tolkien me quijotizó: me acompañó hacia la belleza arrogante, me condujo al amor del mundo, el amor spinoziano por todas las cosas, hasta las menores o más modestas, la obstinación en el luchar y el crear, la obstinación por la vida que vale la pena, y esto no tiene precio en un mundo en el que Sauron se ha apoderado de las escuelas, para condenar a los niños a un infame mecanicismo utilitario. Especialmente en un mundo dominado por las huestes de Morgoth, que seduce y destruye los espíritus con sus soplos de enfermedad y sus seducciones arteras. Quieren arrancarnos las palabras, el poder de rebelarnos, quieren que sucumbamos a la desesperanza, como Denethor, Senescal de Gondor; quieren que nos arrastremos ante el poder burdo y primitivo, como Grima, Lengua de Serpiente.
Han decretado la Sombra sobre todos nosotros. Los adoradores de Sauron inventan artefactos malignos, con los cuales someten y torturan a sus semejantes para robarles el futuro. Roban hasta la luz, son hacedores de mazmorras y odian la cultura y nuestro derecho radical a crear y a ser creados. Solo espero que la luz de los Valar, muy olvidada ya en esta nuestra segunda Númenor, nos siga orientando entre las Arañas que ahora mismo tejen una densa oscuridad a nuestro alrededor.