A causa de mi profesión, el repertorio de lecturas que manejo siempre parece obedecer a alguna directriz, o formar parte de algún tipo de proyecto. Si leo tal cosa es por un trabajo o por un compromiso y, aunque el verano debería ser un tiempo de mayor espontaneidad, a poco que reflexione me doy cuenta de que en mi caso no ocurre así. O sea, si viajo a China, leeré algo relacionado con China. Si me marcho a Mallorca, igual debería meter en la mochila un par de volúmenes sobre Mallorca. Y así, sucesivamente.

Si se dispone de tiempo, por otro lado, uno siempre podría meter en esa mochila alguno de esos arduos grandes clásicos centenarios, y aun milenarios, en edición carísima con notas, que, lamentablemente, no se han leído (libros que requieren de mucha concentración y no tener nada que hacer). También, pienso en tales casos, podría llevarme un libro de estudio (¿para preparar las clases del curso que viene, por ejemplo?). En resumen, a la hora de seleccionar el volumen que voy a leer siempre se impone un algo, un quehacer, una promesa, en el horizonte. Pero, recientemente, me he olvidado de todo esto y me ha ido bastante bien.

En rebelión contra esa esclerosis en la que he caído con los años, he decidido llevarme conmigo a la selva africana un dietario contemporáneo, escrito entre 2007 y 2010, y publicado en 2012. Me llevé al África austral un libro de 324 páginas firmado por el escritor Ignacio Vidal-Folch. Es un texto donde éste habla de sus cosas en Barcelona. Pues bien, lector, tal y como he adelantado, Lo que cuenta es la ilusión (así se llama el libro, editado por Destino) ha resultado ser un acierto. Vidal-Folch funciona muy bien en la selva (aunque más bien debería escribir estepa arbustiva).

Lo que cuenta es la ilusión es un diario y, como todos los diarios, desafía los esquemas de la temática. ¿De qué va? Supongo que la gloria de los buenos diarios debe ser algo así como asir el inaferrable fantasma de la vida.

Vidal-Folch escribe sobre el actor Arturo Fernández, sobre una amiga prostituta, sobre las viudas de Jacques Brel, sobre la obra de Cirlot, sobre un viaje por unos yermos de Asia con Isabel Coixet, sobre un ressort en una isla, sobre una contemplación en Praga, sobre su padre, sobre un chiste, sobre tal homenaje literario, sobre Corto Maltés, sobre un amigo que se suicida, sobre una habladuría, sobre otra amiga que le cuenta algo, sobre un concurso con un bello púbico por medio, sobre un hospital tremendo, sobre su paso por la televisión y sobre su mediación en las trifulcas matrimoniales entre la india Shiranjit y el indio Fateh…

[En casa de Balthus y madame Setsuko: un amor que desafía al tiempo y a la muerte]

En la habitación de mi lodge africano, arrullado por los aullidos de las criaturas de la noche, leí con atención la nota 19.386, que comienza: "De vuelta en Barcelona". Creo que esta frase, bien odiseica, bien rutinaria, podría ser el título de Lo que cuenta es la ilusión.

De vuelta del bush

Estaba alojado, solo, en una excelente habitación-cabaña del Parque Nacional de Pilanesberg, en Sudáfrica. El lujoso campamento en el que me hallaba, Tshukudu, consistía en una serie de cabañas como la mía, situadas sobre una colina verdaderamente idílica en medio de Pilanesberg: en julio, cuando esto sucedió, es invierno en África, y la planicie ante esta agrupación de bungalós estaba color trigo y se veía a las manadas de grandes mamíferos del continente, como motas en la dorada lejanía, pasar de aquí para allá, por opacos motivos. Y yo columbraba, desde mi habitación, pastar al búfalo y seguía con Vidal-Folch, embebido en sus excelentes páginas.

Tshukudu estaba medio vacío, la primera noche que me quedé. Por el día, yo paseaba por diferentes puntos del parque y volvía al lugar, que tenía algo de ciudad mágica abandonada (un poco en la línea de Mario Pratt, a quien Vidal-Folch admira). Allí, permanecía en mi habitación, sobre la sabana de Sudáfrica: no usé la piscina, también vacía, de Tshukudu. A la caída del sol, en la hora de la cena, uno iba al restaurante. El servicio encendía un fuego y nos pasaba platos deliciosos a un matrimonio procedente de Seattle y a mí.

Tshukudu.

En esta atmósfera idílica, feliz por mi estupenda lectura, feliz por la comida y por el paisaje en torno, se generó un espíritu de cercanía, en la breve cena, con aquellos dos amables norteamericanos (ella, una profesora de bachillerato jubilada; él, un industrial del mundo de la refrigeración, de negocios en el país). Al día siguiente, vinieron dos estadounidenses más: una madre joven con su hijo adolescente. Y, al final del día, en la mágica población Tshukudu, en el corazón inaccesible de Pilanesberg, comencé la conversación, en relación a los animales vistos durante la jornada:

—Bueno, chicos, ¿y qué habéis visto hoy?

Ella conocía África, al parecer, bastante bien. También me dijo que conocía bien Barcelona. Adoraba Barcelona. Yo tenía fresca la melancolía de mi escritor sobre la ciudad ("Cada día veo en el barrio a más personas revolviendo con un bichero los contenedores de basura, o asomados hasta la cintura a su interior", entrada 19.789). En aquel dominio mágico y hasta imposible, yo había asumido algo que, de alguna manera sutil, enseña Lo que cuenta es la ilusión, y es a intentar disfrutar de estas situaciones con flexibilidad, sin perder el tipo ("Respetarse a uno mismo (no mucho: basta un poquito) es lo único que cuenta, 20.008"), pero con curiosidad.

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Ella contó muchas anécdotas africanas, con la manera dinámica y con los reconocibles énfasis del habla de los estadounidenses. Los platos, excelentes, se iban sucediendo (verdura, sopa, impala, etc). Ella recordó:

—Una vez, nos ocurrió una anécdota con un rinoceronte y estaba Michael [su hijo], pero él no puede acordarse de ello. Todavía era muy pequeño.

Me giré a chico y vi que torcía el gesto.

—¿Es verdad eso, Michael? ¿Es verdad que no lo recuerdas?

—He olvidado muchas cosas. Pero he olvidado menos de lo que ella cree— respondió él, sin mirarme directamente.

Después, en mitad de la noche que ya había caído, me despedía:

—Espero que mañana consigáis ver un leopardo. Buenas noches a todos— y andaba por unos senderos de piedra desde el pabellón restaurante hasta mi propia cabaña. De vuelta, leía cosas como esta: "Días en Malivern. Los dos jardines: el de Xavier, con piscina, cipreses, geranios y jazmines, se abre a los chalets vecinos, a los árboles de los jardines contiguos. El de José María, sombrío, cercado con un muro, montañés, con árboles de hoja perenne, habla de la vida severa. Un angosto sendero comunica un jardín con el otro, y transito por él como un visitante de paso por dos mundos". Y unas impresiones y otras, Malivern y Pilanesberg, se mezclaban en una feliz rapsodia. Supongo que esto tiene que ser escribir.

El humor cordial

Los diarios versan sobre la vida, pero yo creo que versan sobre los varios registros de la vida. Somos graves, tremendos, mezquinos o amigables. El acceso a estas polifonías nos debería llevar al candor, por medio de la comedia. Yo creo que Lo que cuenta es la ilusión tiene algo de esto, pero es difícil definir este humorismo jovial que recorre todas las páginas (también las más elegiacas). Si las teorías de la tragedia son trágicas, las teorías sobre el humorismo rara vez son humorísticas y casi siempre decepcionantes. Por eso, yo no voy a intentar definir el humorismo de este magistral, aunque también cordial, autor de Barcelona.

Portada de 'Lo que cuenta es la ilusión'. Destino

Cuando habla en un ensayo Chesterton sobre el estilo del primer Dickens, ingenia esta fórmula: "libre juego de caracteres absolutamente estáticos". La comedia dispone, muchas veces, caracteres fijos: la tragedia es tiempo, la comedia, espacio. Por otro lado, también supone un candor sin prisas, sin obsesiones, sin quehaceres, como el buen lector del verano, que lee por el mero placer de leer. La trama se descoyunta en la comedia. La tragedia nos dirige al abismo con método.

Mientras me despedí de Michael, de su madre, del matrimonio de Seattle, del exigente chef y su esforzado equipo de Tshukudu, me pregunté (recorriendo esa oscuridad sin candor ni humor de la selva) cómo escribir algo sobre este libro. ¿Está la mudanza de máscaras o lo estático? En el prólogo de sus cuentos ingleses, el príncipe de los humoristas, Geoffrey Chaucer cita la Égloga X de Virgilio: "Omnia vincit Amor". Lectura espontánea. He venido a África sin expectativas.