La educación física, de Rosario Villajos (Córdoba, 1978), es el nuevo Premio Biblioteca Breve. El currículo de su autora revela su formación en Bellas Artes y su trabajo en los ámbitos musical, cinematográfico, artístico y cultural, pero no un aprendizaje filológico o en el arte de la escritura, a pesar de lo cual la avalan suficientes conocimientos técnicos –según se muestra en esta obra– y la composición de narraciones anteriores como Ramona (2019), La muela (2021) e incluso la novela gráfica Face.
La educación física “recoge el sentir de una generación”, como bien señala el acta del Jurado, tal vez de varias generaciones de mujeres en nuestro país. Porque trata de la educación sentimental y sexual, de cómo las restricciones influyen en el desarrollo de una adolescente. Lo hace, además, centrándose en la poética del cuerpo femenino, poniendo de relieve cómo esa fisicidad puede limitar, coartar y subordinar un carácter en pleno crecimiento.
Catalina tiene dieciséis años y acaba de pasar por una experiencia traumática en el chalet de Silvia que también implica al padre de su mejor amiga. Anteriormente, ya había habido conatos –lo comprende ahora– a los que nunca dio importancia porque no supo interpretarlos. Pero lo sucedido esa tarde de finales de agosto es la clave que la ayuda a calibrar el sentido de ciertas miradas, de algunos roces, incluso de caricias o contactos, aparentemente familiares, que se detuvieron más de la cuenta. Ante aquel incidente, Cata decide abandonar la vivienda de Silvia, en las afueras de la ciudad, y hacer autostop para regresar a su domicilio.
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Como cualquier chica de su edad, tiene miedo a subir en el coche de un desconocido. Ahí está el reciente crimen de Alcácer para recordárselo –cronológicamente, la historia tiene lugar a principios de los años 90– y así lo hacen también distintos personajes con los que se encuentra en el camino. Pero hay un acto de rebeldía en ello, la necesidad de ponerse al límite, de forzar la situación, de sublevarse contra una educación en exceso represiva, de insubordinarse contra unos padres solo preocupados por lo social y desatentos a las necesidades afectivas de una hija. En el fondo, el temor a ser violentada por un conductor palidece ante el miedo a llegar tarde a casa.
La historia está bien contada y atrapa al lector con rapidez. La autora, además, sabe cómo dosificar una información que revela con deliberada –en ocasiones exagerada– lentitud. El tiempo del relato es muy breve, apenas se circunscribe a unas horas en el atardecer de un día de verano. Sin embargo, el de la historia se dilata ampliando la materia novelable, de manera que vamos conociendo retazos de la niñez de la protagonista, de su formación y de las relaciones con su familia, esenciales para entender el sentido profundo del texto.
La obra se centra en la poética del cuerpo femenino, poniendo de relieve cómo esa fisicidad puede limitar, coartar y subordinar un carácter en pleno crecimiento
Un pilar de la obra, que hasta condiciona la información, es el punto de vista centrado en Catalina. A él se une el sabio uso de una tercera persona que salva el escollo de un yo narrador mientras desvía una posible interpretación autobiográfica.
La novela tiene una indudable intención reivindicativa en la que muchas lectoras se verán reflejadas. El personaje odia su cuerpo porque sabe que le impide ser tan libre como un niño, porque la atrapa en sus ciclos, porque provoca miradas y comentarios que la agreden y la humillan, aunque el mundo que se dibuja es en exceso maniqueo.
Pero la lectura va más allá porque sobrenada en el mundo de los adultos, fundamentalmente en las faltas de los padres y en la necesidad de un amor que cobije en la infancia y que proteja después.