Ver la cara oculta, disimulada o engañosa de la realidad y mostrar las paradojas que se encierran bajo las apariencias constituye un gran motor de la escritura, no solo narrativa, de Marta Sanz (Madrid, 1967). Esta perspectiva sobre el mundo la lleva a su extremo y tensión máximos en Persianas metálicas bajan de golpe. Se trata de una novela distópica situada en un futuro impreciso marcado por el imperio absoluto de la tecnología cibernética. Por la presencia abrumadora de artefactos electrónicos podría pensarse que la novela se queja del dominio de las máquinas en la vida.
Pero sin minusvalorar este mensaje, lo sustancial es la protesta por el grado de deshumanización en que imaginativamente desemboca nuestra especie. Los antiguos rasgos y viejos vicios se recrecen en la metrópolis-país- continente-mundo llamado Land in Blue (Rapsodia). Incomunicación, violencia, soledad, despotismo, enajenación y muerte dominan en esa tierra de la que habla un abigarrado manuscrito traducido del inglés a nuestra lengua.
Tal relato sobre “Landinblue”, crónica mestiza por la dispersión de fuentes utilizadas y poema antiépico por el desencanto que entraña, le sigue la pista a un personaje principal, una “mujer madura”, medio demenciada, a quien vigila el dron Flor Azul y que habla con una amiga ventrílocua. Sus ausentes hijas, Selva y Tina, también tienen sendos drones vigilantes y protectores, el decrépito y terminal Obsolescencia y el vitalista adolescente Cucú. Sobre todos ellos y sobre la restante fábula planea la larga sombra de un “ingeniero jefe”, misteriosa encarnación de un todopoderoso autócrata.
[Marta Sanz: “El algoritmo es un varón blanco que trabaja en un garaje y vive en Estados Unidos”]
Este esquema narrativo básico abre la puerta a la irrupción de una imaginería de corte visionario, un tanto heredera de dadá, donde Sanz acopia capacidades inventivas. El relato se puebla de variados drones: dron prostático, ginedrón, sáfico, lesbiana… Drones hominizados o animalizados, sentimentales, con instintos de voyeur, y lo mismo vigorosos que con pinta de chatarra.
Conviven con los drones un puñado de personajes inquietantes. Hay violencia y subversión policial. Sobreabundan toda clase de referencias literarias y artísticas, cultas y populares. Se vive sumidos en una retrospectiva inmersión en programas televisivos vulgares y en omnipresentes cachivaches tecnológicos, pantallas y monitores. El ingeniero rescata el terraplanismo, la creencia en la tierra como superficie plana. Resultan turbadoras las referencias a una residencia geriátrica o una saga de niñas suicidas, émulas de Alejandra Pizarnik.
El esquema narrativo abre la puerta a la irrupción de una imaginería de corte visionario, un tanto heredera de dadá, donde Sanz acopia capacidades inventivas
Este anecdotario compendia una realidad amenazadora e inquietante, febril y desquiciada, cuya imagen se cifra en el leitmotiv que da título al libro, un estruendo instituido en la “banda sonora” del lugar. “Es el futuro”, sentencia el texto. Y otro motivo repetido como una salmodia, el parte meteorológico, “Hoy no llueve y mañana tampoco lloverá”, augura un porvenir desolador. De modo que estrépito y sequía presagian el fin de la civilización.
Con una técnica acumulativa algo fatigosa que prolifera las situaciones y con su propia banda sonora, la del humor sarcástico, Marta Sanz trasmite una imagen del mundo como confuso maremágnum. Lo que no ofrece ante tan firme proclama es ninguna propuesta positiva concreta.