El 25 de septiembre de 1972, enferma de insatisfacción, literatura, complejos y tristeza, la poeta argentina Alejandra Pizarnik acababa con su vida ingiriendo 50 pastillas de seconal. Tras dos intentos frustrados anteriores, esta vez no quería, no podía fallar. Entre sus papeles encontraron tres versos: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”.
Considerada una de las creadoras hispanoamericanas más destacadas del siglo XX, Flora Pizarnik había nacido el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires, en una familia de emigrantes judeo-rusos de origen ucraniano. Sus padres se dedicaban al comercio de joyas, pero no podían olvidar la tragedia que en esos momentos se desarrollaba en Europa: casi toda su familia fue masacrada en Rivne (Ucrania) por el nazismo y esa angustia —según confirma Cristina Piña en su libro Alejandra Pizarnik, una biografía— marcó su infancia para siempre. Además de Myriam, su hermana mayor —rubia, discreta, "normal", la favorita de la familia, que siempre la ponía como ejemplo a su hermana menor, tan “rara”—, su marcado acento europeo, la tartamudez, los granos, una sigilosa tendencia a engordar y el asma multiplicaban los problemas de autoestima de una joven que siempre fue demasiado sensible e insegura.
En la adolescencia, Flora comienza a comprender que es distinta, y, consciente de su carácter insatisfecho y rebelde, caótico e inestable, busca reafirmarse en su diferencia. Así, para marcar su distanciamiento con la familia, abandona el mote con que la llamaban en casa, “Buma” y su mismo nombre, Flora. Pretende construirse, en palabras de su biógrafa Cristina Pina, “una identidad diferente a partir de esa marca que es el nombre propio”, así que decide que su nombre será Alejandra.
En 1954 concluye los estudios secundarios y comienza un periodo de titubeos académicos. A caballo entre las aulas de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la Escuela de Periodismo, Pizarnik intenta profundizar en una vocación literaria que le anima a seguir el catedrático de Literatura Moderna Juan Jacobo Bajarlía. Mientras decide su rumbo, tiene escarceos con la pintura, y juega a convertirse en reportera, llegando a asistir al Festival de Cine de Mar del Plata de 1955. Pero la experiencia periodística queda pronto relegada en beneficio de otras inquietudes.
Con apenas 19 años firma su primer poemario, La tierra más ajena (1955), como Flora Alexandra Pizarnik. Pero para La última inocencia, editado al año siguiente con la ayuda de su padre, aparece ya convertida en Alejandra Pizarnik, reinventada al fin. Quizá por eso, el último poema de ese libro, titulado "Sólo un nombre", tiene solo tres versos: "alejandra alejandra / debajo estoy yo / alejandra". Y no falta quien apunta que esta decisión inicial es una forma de entender eso que decía Martin Heidegger, que el lenguaje es la casa del ser. Allí parecía el resto de su vida.
Sin embargo, no corta aún las amarras con su pasado: además de financiar el libro, su padre es quien se hace cargo de los honorarios del psicoanalista que la trata. Como ni la pintura, el cine o la poesía son suficientes como remedio a su insatisfacción, experimenta con anfetaminas y somníferos. Su obsesión por el aumento de peso corporal acentúa su creciente dependencia de los fármacos, al punto que, según la biografía de Cristina Peña, “quienes la conocieron entonces y luego supieron de su adicción progresiva a las drogas recordaron que siempre se referían a la casa de Alejandra como ‘La farmacia’, por el despliegue de psicofármacos que desbordaba de su botiquín”.
Mientras, la poeta devoraba a los grandes de la literatura universal, de Proust a Kierkegaard, de Faulkner a Sartre, de Artaud a Baudelaire, Mallarmé o Henri Michaux. Al tiempo, experimentaba con el psicoanálisis y descubría la poesía de un autor esencial en su evolución, el escritor italo-argentino Antonio Porchia, “fundamental en la creación del estilo y el procedimiento de Pizarnik” según César Aira, otro de los autores que han indagado en la compleja vida de Pizarnik.
Es entonces cuando, en medio de la nada que sentía que era su vida, decide huir a Europa y se instala en París, donde vive entre 1960 y 1964, empapándose de la rabia y la exaltación que anunciaban el 68 revolucionario. Es entonces cuando se hace amiga de dos figuras esenciales en su vida: Julio Cortázar y Octavio Paz, que le consigue un trabajo en la revista Cuadernos, y escribe el prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962).
Mientras Pizarnik trabaja como traductora y lectora de escritores franceses, gana una beca Guggenheim y viaja a Nueva York.
A su regreso a Europa sigue leyendo y escribiendo, estudiando y siendo, por vez primera, feliz, a pesar de que en sus diarios abundan los momentos de soledad y tristeza referidos a esa época, quizá porque hombres y mujeres la atraían por igual, pero no estaba dispuesta a asumir abiertamente su bisexualidad frente a cualquiera, especialmente a su familia, a pesar de vivir mucho tiempo con su novia, la fotógrafa Marta Moia. “Me asusta mucho la palabra ‘homosexual'”, dejó escrito en su diario. De hecho, sus herederos censuraron más de ciento veinte fragmentos de sus diarios por encontrarlos demasiado explícitos.
En 1964 regresa a Buenos Aires, sin apenas intuir que en 1967 sufrirá el golpe decisivo: en enero muere su padre y la familia se hunde en el dolor y el caos. Así, en una carta de esa época, escribe: “Mi pobre madre malversó el dinero que dejó papá y yo ahora, recién salida del hospital, no veo más que deudas u estrecheces”, Meses más tarde, insiste: “Ahora, la sonrisa de cualquiera me es necesaria”. Y, en su diario: “Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte (…) La muerte de mi padre hizo mi muerte más real”.
Desde ese momento, su depresión se irá agudizando y en 1970 intentará suicidarse por primera vez. Sus últimos años alterna momentos de profunda depresión con otros de exaltación poética, en los que se suceden nuevos libros como Extracción de la piedra de la locura (1968), El infierno musical (1971), Genio Poético (1972) y una edición en formato libro de su ensayo de 1965, La condesa sangrienta (1971).
En 1972 su situación personal y mental era desesperada. En una carta a Marta Mosquera, amiga también de Borges y Cortázar, le escribe sin ocultar su dolor: “Sufro tanto ahora”.
El 25 de septiembre, a los 36 años, Pizarnik muere debido a una sobredosis de pastillas de Seconal durante un fin de semana en el cual había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires, en el que se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras su segundo intento de suicidio. Dejaba atrás una estela de dolor y algunos de los poemas más extraordinarios y dolientes del siglo XX hispanoamericano.
A la espera de la oscuridad
Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.
Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.
Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos
Cenizas
La noche se astilló de estrellas
mirándome alucinada
el aire arroja odio
embellecido su rostro
con música.
Pronto nos iremos
Arcano sueño
antepasado de mi sonrisa
el mundo está demacrado
y hay candado pero no llaves
y hay pavor pero no lágrimas.
¿Qué haré conmigo?
Porque a Ti te debo lo que soy
Pero no tengo mañana
Porque a Ti te...
La noche sufre.
Despedida
Mata su luz un fuego abandonado.
Sube su canto un pájaro enamorado.
Tantas criaturas ávidas en mi silencio
y esta pequeña lluvia que me acompaña.
La enamorada
ante la lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.
hoy te miraste en el espejo
y te fuiste triste estabas sola
y la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió
enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado
oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!
Más allá del olvido
alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor